Por: Iliana Curra
Siempre me han llamado la atención los cubanos exiliados que hablan con nostalgia de la Cuba que vivieron, y que tuvieron que abandonar a la llegada del régimen despótico que aún continúa en el poder. Quizás al principio yo no entendía la forma idealizada de una Cuba diferente a la que yo viví. La gran diferencia ha sido que, para ellos, es una isla encantada. Para mí, no fue más que un infierno.
Para los habaneros, la capital era el ensueño dorado. Para mí, las ruinas de Pompeya sumergidas en la peor de las miserias. Lo que eran bellas casas coloniales, hoy apenas se sostienen con puntales de pinotea carcomidos de comején. Las antiguas tiendas que enorgullecían La Habana, hoy son decadentes espacios llenos de mugre donde las ratas se pasean como si fueran parte de lo que pudieran vender. Edificios destruidos por el tiempo que nunca se pintaron, hoy son parte del cementerio pueblerino de una nación que ha envejecido a la par de los siglos.
La Habana ya no es La Habana. Lo que queda de ella es una máscara, quizás, maquillada por alguna parte, la parte donde visitan turistas en un impresionante apartheid tropical que a nadie le importa. Una parte colonial que solo aprecias con la mirada –y a veces- de lejos. Un billete color verde del imperio predomina en una sociedad llamada revolucionaria que prohíbe derechos a los nativos.
Dicen que caminar por las calles habaneras era todo un placer. Ahora casi corres en tus quehaceres diarios para sobrevivir. Y si caminas, es porque no te queda otro remedio. La belleza espiritual de una ciudad que se levantaba a la altura del cielo se perdió en la caída estrepitosa de la nada. Lo que queda para el pueblo son favelas pintadas –si acaso- con cal coloreada con Mercuro Cromo o Azul de Metileno. Edificios derrumbados que terminaron en parques improvisados porque nunca más construyeron viviendas. Apuntalamientos en lugares donde continúan viviendo personas que no tienen otra opción que morir en un derrumbe de una noche cualquiera. Que rezan para que no llueva aunque haya sequía. Porque prefieren vivir –o sobrevivir- en cuartos independientes de solares, que tener que parar en casas familiares a donde ya no caben ni los que viven allí.
El Ten Cents de Galiano, el de Monte, las tiendas Ultra o cualquier otrora flamante comercio son apenas unas muecas. Envejecieron a la par de los años sin recibir tratamientos de retoque. Dejaron de ser modernas en una ciudad que fuera naciente y triunfante antes del cataclismo castrista. El Paseo de Prado, con sus leones sucios que ya no rugen, todavía se mantiene a pesar de los pesares. Hoteles para extranjeros y viviendas en aplazadas destrucciones se juntan en una pintoresca ciudad donde más que la decadencia material, está la espiritual. Una Cuba donde el patrimonio nacional se ha tomado como cadalso para ejecutar impunemente, y hoy se muestra con orgullo al foráneo que la visita. Esa es la gran diferencia. Es la Cuba que tuve que vivir.
Admiro a los cubanos que la vivieron en su época naciente. Antes de ser cambiada –nunca he entendido cómo- por una etapa pavorosa. Los que aún la sueñan como era, desean verla sin darse cuenta que el tiempo no se detuvo. Pero peor que el tiempo, no se detuvo la devastación. Más de cuatro décadas perdidas sin entender cómo fue posible. Pasiones exaltadas que condujeron a lo peor. Pero ahí está La Habana, está Cuba entera. Esperando su renovación material y espiritual. Y en la espera de un enorme salto a las alturas, yo sigo admirando a quienes aguardan la llegada para encontrarse con un pasado inexistente. Solo en sus mentes y en sus corazones está su terruño. Yo no lo tuve. No creo haberlo tenido jamás, porque cuando nací, ya había empezado el desastre.
Esa es la gran diferencia. Yo no viví en Cuba. Quizás viví en una alucinación enfermiza de una fantasía nefasta. Por eso no me identifico cuando hablan de esa Cuba fascinante. La mía, la que yo viví, no tiene nada que ver con ella. Y es bien triste reconocerlo. Me hubiera gustado haber conocido a Cuba. No tener que haberla abandonado. No vivir fuera de ella porque a un grupo de perversos se les ocurriera tomarla como rehén.
Tampoco me gusta destrozar la ilusión de quienes la sueñan aún como estaba. Es que me encanta oírlos hablar de esa Cuba que no existe, porque yo también hubiera querido tenerla. Pero la realidad es una. Mi pragmatismo no me permite idealizar lo que no es posible. Hoy Cuba ya no lo es, pero lo será. Cuando la perversidad castrista se acabe y se comience de nuevo. Cuando el sol brille con intensidad para un pueblo que vive en la oscuridad total y en una vertiginosa desesperanza. Cuando el cubano de la isla no sea segregado por no haberla abandonado. Cuando al exiliado no se le rechace por haberse ido. Cuando haber nacido en la libertad de otro país no sea un tropiezo, entonces Cuba será realmente lo que siempre fue. En ese momento quizás comprenda mejor a aquellos que sueñan con la Cuba que dejaron. Yo soñaré -entonces- con la Cuba que conoceré.
Siempre me han llamado la atención los cubanos exiliados que hablan con nostalgia de la Cuba que vivieron, y que tuvieron que abandonar a la llegada del régimen despótico que aún continúa en el poder. Quizás al principio yo no entendía la forma idealizada de una Cuba diferente a la que yo viví. La gran diferencia ha sido que, para ellos, es una isla encantada. Para mí, no fue más que un infierno.
Para los habaneros, la capital era el ensueño dorado. Para mí, las ruinas de Pompeya sumergidas en la peor de las miserias. Lo que eran bellas casas coloniales, hoy apenas se sostienen con puntales de pinotea carcomidos de comején. Las antiguas tiendas que enorgullecían La Habana, hoy son decadentes espacios llenos de mugre donde las ratas se pasean como si fueran parte de lo que pudieran vender. Edificios destruidos por el tiempo que nunca se pintaron, hoy son parte del cementerio pueblerino de una nación que ha envejecido a la par de los siglos.
La Habana ya no es La Habana. Lo que queda de ella es una máscara, quizás, maquillada por alguna parte, la parte donde visitan turistas en un impresionante apartheid tropical que a nadie le importa. Una parte colonial que solo aprecias con la mirada –y a veces- de lejos. Un billete color verde del imperio predomina en una sociedad llamada revolucionaria que prohíbe derechos a los nativos.
Dicen que caminar por las calles habaneras era todo un placer. Ahora casi corres en tus quehaceres diarios para sobrevivir. Y si caminas, es porque no te queda otro remedio. La belleza espiritual de una ciudad que se levantaba a la altura del cielo se perdió en la caída estrepitosa de la nada. Lo que queda para el pueblo son favelas pintadas –si acaso- con cal coloreada con Mercuro Cromo o Azul de Metileno. Edificios derrumbados que terminaron en parques improvisados porque nunca más construyeron viviendas. Apuntalamientos en lugares donde continúan viviendo personas que no tienen otra opción que morir en un derrumbe de una noche cualquiera. Que rezan para que no llueva aunque haya sequía. Porque prefieren vivir –o sobrevivir- en cuartos independientes de solares, que tener que parar en casas familiares a donde ya no caben ni los que viven allí.
El Ten Cents de Galiano, el de Monte, las tiendas Ultra o cualquier otrora flamante comercio son apenas unas muecas. Envejecieron a la par de los años sin recibir tratamientos de retoque. Dejaron de ser modernas en una ciudad que fuera naciente y triunfante antes del cataclismo castrista. El Paseo de Prado, con sus leones sucios que ya no rugen, todavía se mantiene a pesar de los pesares. Hoteles para extranjeros y viviendas en aplazadas destrucciones se juntan en una pintoresca ciudad donde más que la decadencia material, está la espiritual. Una Cuba donde el patrimonio nacional se ha tomado como cadalso para ejecutar impunemente, y hoy se muestra con orgullo al foráneo que la visita. Esa es la gran diferencia. Es la Cuba que tuve que vivir.
Admiro a los cubanos que la vivieron en su época naciente. Antes de ser cambiada –nunca he entendido cómo- por una etapa pavorosa. Los que aún la sueñan como era, desean verla sin darse cuenta que el tiempo no se detuvo. Pero peor que el tiempo, no se detuvo la devastación. Más de cuatro décadas perdidas sin entender cómo fue posible. Pasiones exaltadas que condujeron a lo peor. Pero ahí está La Habana, está Cuba entera. Esperando su renovación material y espiritual. Y en la espera de un enorme salto a las alturas, yo sigo admirando a quienes aguardan la llegada para encontrarse con un pasado inexistente. Solo en sus mentes y en sus corazones está su terruño. Yo no lo tuve. No creo haberlo tenido jamás, porque cuando nací, ya había empezado el desastre.
Esa es la gran diferencia. Yo no viví en Cuba. Quizás viví en una alucinación enfermiza de una fantasía nefasta. Por eso no me identifico cuando hablan de esa Cuba fascinante. La mía, la que yo viví, no tiene nada que ver con ella. Y es bien triste reconocerlo. Me hubiera gustado haber conocido a Cuba. No tener que haberla abandonado. No vivir fuera de ella porque a un grupo de perversos se les ocurriera tomarla como rehén.
Tampoco me gusta destrozar la ilusión de quienes la sueñan aún como estaba. Es que me encanta oírlos hablar de esa Cuba que no existe, porque yo también hubiera querido tenerla. Pero la realidad es una. Mi pragmatismo no me permite idealizar lo que no es posible. Hoy Cuba ya no lo es, pero lo será. Cuando la perversidad castrista se acabe y se comience de nuevo. Cuando el sol brille con intensidad para un pueblo que vive en la oscuridad total y en una vertiginosa desesperanza. Cuando el cubano de la isla no sea segregado por no haberla abandonado. Cuando al exiliado no se le rechace por haberse ido. Cuando haber nacido en la libertad de otro país no sea un tropiezo, entonces Cuba será realmente lo que siempre fue. En ese momento quizás comprenda mejor a aquellos que sueñan con la Cuba que dejaron. Yo soñaré -entonces- con la Cuba que conoceré.