Por: Iliana Curra
Eran dos jóvenes de apenas 23 años. Ambas cumplían condena en una prisión que todos conocen como “Manto Negro”, aunque no sea su nombre auténtico. Pero ese calificativo le es tan fiel como la oscuridad interna que vives desde el mismo momento que penetras sus rejas. Un lugar donde entras y todo se ensombrece dentro de ti. Donde no se aprecia la vida, sino se regala.
Eran dos muchachas, casi niñas. A veces el dolor las llevaba a pedir por sus madres como si fueran pequeñas e indefensas. Justamente eso eran. Estaban presas. Más aún. Estaban condenadas a una muerte segura: estaban contaminadas con el virus del SIDA. Tampoco supe si salieron. La enfermedad era fulminante. Cada día el deterioro era visible. Lloraban. A veces reían. Tenían una edad que parecieran alcanzar el sol con sus manos. Un mundo por delante. Pero el sol dejó de brillar para ellas porque tenían SIDA. Condenadas a algo terrible que llaman la muerte.
En ocasiones reían como niñas traviesas. Hacían cuentos de su vida en la calle. No de su libertad. Nunca fueron libres. Nacieron en un régimen funesto. Tan funesto como sus propias vidas. Pero reían, cantaban canciones de su época. En momentos hablaban como si no estuvieran enfermas. A veces olvidaban su mal. Olvidaban su encierro. Echaban a un lado su muerte cercana. Casi niñas. Estaban alejadas del penal, en un destacamento apartado donde nadie pasaba. Al final de la prisión. Si llamaban al médico de guardia, había que esperar un tiempo para atender sus padecimientos. Dolores, malestares, fiebres continuas, afectaciones renales y cuanto problema trae esta fatal enfermedad. No había un tratamiento adecuado, pero estaban presas. Noches de quejas. Dolores en el hígado, el estómago, las piernas. En fin, la muerte siempre acechando, tenebrosa y oculta. Espantosa y trágica.
Estaban recluidas en un destacamento especial. Apenas seis u ocho galeras. Solo una estaba ocupada. Dos pequeñas camas. Dos prisioneras. Dos muertes inminentes. Dos víctimas de la desorientación y de una sociedad que se corrompe galopantemente. Una, “jinetera”-como le llaman a las prostitutas en Cuba-. Condenada a cuatro años por el presunto delito de “Peligrosidad Social”. Una condena por convicción que imponen los tribunales sin sonrojarse siquiera. La otra, condenada por “Propagación de Epidemia”. Tuvo relaciones con un joven –conociendo de su enfermedad- y no se lo dijo. La madre del muchacho la denunció. La condena fue de cuatro años. También estaban condenadas a no salir jamás. Me lo dijeron muchas veces. “Quizás de aquí vayamos para el cementerio”. Lloraban, lloraban inconsolablemente cuando se daban cuenta de su realidad triste y desoladora. “¡Ojalá encuentren un medicamento que nos cure!” “¡Queremos vivir!”. Yo también quería que vivieran. Es más, que nunca hubieran vivido esas vidas desprovistas de integridad para caer en manos del encierro y de la muerte segura. Vidas que quedarían inconclusas. Que no habían conocido el por qué se vive porque nunca vivieron. Vegetaron en un mundo escabroso sin llegar a ver la luz.
Un destacamento lejano. En lo último de “Manto Negro”. Donde nadie podía, ni debía llegar. Me contaban que en otros tiempos había más presas contaminadas. Que otras reclusas del penal se las arreglaban para burlar la vigilancia y visitar furtivamente a su pareja homosexual que allí se encontraba. Se hacían cortadas en sus manos para infectarse y estar en el mismo lugar. Algo tan espantoso como irreal. La irresponsabilidad no tiene límites. Guardias del Servicio Militar que cuidaban el penal también sostuvieron relaciones sexuales con ellas. Igualmente infectados y condenados abandonaban sus garitas de guardia para siempre. Sabe Dios dónde fueron a parar. Pero para todos el final era el mismo: la muerte. Allí se encontrarían para inculparse uno a los otros, quizás.
Raiza y Yoandra continuaban allí. A veces esperando su libertad que demoraba. O esperando la muerte que podría llegar primero. Solo Dios lo sabría. Alimentadas con la comida que cocinaban a la guarnición. Un poco mejor que el salcocho que hacían a las presas del penal. Nada especial. Un poco de leche aguada y mucho tedio. Una espera que siempre se hacía larga y penosa.
Nunca más supe de ellas. Una madrugada de intenso frío llegó un carro jaula de la prisión. Pasos fuertes de botas militares llegaron a mi celda de castigo ubicada al final del destacamento: “Recoge tus cosas, que te vas”, me dijeron. Era un traslado de provincia. No me iba. Me llevaban. Para salir tenía que pasar por las galeras de dos muchachas que nunca más vería. Estaban paradas detrás de las rejas. Barrotes gruesos y fríos que no impidieron la despedida. Estaban llorando. Esta vez no era por sus encierros. No era por sus muertes. Era por mi castigo que no terminaba. Por la incertidumbre del traslado. Tomé sus manos congeladas de frío y temor. “No se preocupen, todo estará bien”. Un intento de abrazo entre las rejas, unas palmadas en las mejillas y un adiós. El ladrido brotado de la garganta del oficial me ubicó en el tiempo. “¡Vamos, arriba!” Era el llamado psicólogo de la prisión. Vestido con ropa de campaña color verde olivo y con un odio incontenible en sus palabras.
Todo intento por saber sobre sus vidas fue en vano. Nunca llegó una carta. Quizás nunca salió a su destino. El control sobre la correspondencia era casi absoluto. Jamás supe el final. Jamás tuve noticias. Estaba al otro extremo de dos presas que esperaban la muerte. Estaba a más de 600 kilómetros de “Manto Negro”.
Eran dos jóvenes de apenas 23 años. Ambas cumplían condena en una prisión que todos conocen como “Manto Negro”, aunque no sea su nombre auténtico. Pero ese calificativo le es tan fiel como la oscuridad interna que vives desde el mismo momento que penetras sus rejas. Un lugar donde entras y todo se ensombrece dentro de ti. Donde no se aprecia la vida, sino se regala.
Eran dos muchachas, casi niñas. A veces el dolor las llevaba a pedir por sus madres como si fueran pequeñas e indefensas. Justamente eso eran. Estaban presas. Más aún. Estaban condenadas a una muerte segura: estaban contaminadas con el virus del SIDA. Tampoco supe si salieron. La enfermedad era fulminante. Cada día el deterioro era visible. Lloraban. A veces reían. Tenían una edad que parecieran alcanzar el sol con sus manos. Un mundo por delante. Pero el sol dejó de brillar para ellas porque tenían SIDA. Condenadas a algo terrible que llaman la muerte.
En ocasiones reían como niñas traviesas. Hacían cuentos de su vida en la calle. No de su libertad. Nunca fueron libres. Nacieron en un régimen funesto. Tan funesto como sus propias vidas. Pero reían, cantaban canciones de su época. En momentos hablaban como si no estuvieran enfermas. A veces olvidaban su mal. Olvidaban su encierro. Echaban a un lado su muerte cercana. Casi niñas. Estaban alejadas del penal, en un destacamento apartado donde nadie pasaba. Al final de la prisión. Si llamaban al médico de guardia, había que esperar un tiempo para atender sus padecimientos. Dolores, malestares, fiebres continuas, afectaciones renales y cuanto problema trae esta fatal enfermedad. No había un tratamiento adecuado, pero estaban presas. Noches de quejas. Dolores en el hígado, el estómago, las piernas. En fin, la muerte siempre acechando, tenebrosa y oculta. Espantosa y trágica.
Estaban recluidas en un destacamento especial. Apenas seis u ocho galeras. Solo una estaba ocupada. Dos pequeñas camas. Dos prisioneras. Dos muertes inminentes. Dos víctimas de la desorientación y de una sociedad que se corrompe galopantemente. Una, “jinetera”-como le llaman a las prostitutas en Cuba-. Condenada a cuatro años por el presunto delito de “Peligrosidad Social”. Una condena por convicción que imponen los tribunales sin sonrojarse siquiera. La otra, condenada por “Propagación de Epidemia”. Tuvo relaciones con un joven –conociendo de su enfermedad- y no se lo dijo. La madre del muchacho la denunció. La condena fue de cuatro años. También estaban condenadas a no salir jamás. Me lo dijeron muchas veces. “Quizás de aquí vayamos para el cementerio”. Lloraban, lloraban inconsolablemente cuando se daban cuenta de su realidad triste y desoladora. “¡Ojalá encuentren un medicamento que nos cure!” “¡Queremos vivir!”. Yo también quería que vivieran. Es más, que nunca hubieran vivido esas vidas desprovistas de integridad para caer en manos del encierro y de la muerte segura. Vidas que quedarían inconclusas. Que no habían conocido el por qué se vive porque nunca vivieron. Vegetaron en un mundo escabroso sin llegar a ver la luz.
Un destacamento lejano. En lo último de “Manto Negro”. Donde nadie podía, ni debía llegar. Me contaban que en otros tiempos había más presas contaminadas. Que otras reclusas del penal se las arreglaban para burlar la vigilancia y visitar furtivamente a su pareja homosexual que allí se encontraba. Se hacían cortadas en sus manos para infectarse y estar en el mismo lugar. Algo tan espantoso como irreal. La irresponsabilidad no tiene límites. Guardias del Servicio Militar que cuidaban el penal también sostuvieron relaciones sexuales con ellas. Igualmente infectados y condenados abandonaban sus garitas de guardia para siempre. Sabe Dios dónde fueron a parar. Pero para todos el final era el mismo: la muerte. Allí se encontrarían para inculparse uno a los otros, quizás.
Raiza y Yoandra continuaban allí. A veces esperando su libertad que demoraba. O esperando la muerte que podría llegar primero. Solo Dios lo sabría. Alimentadas con la comida que cocinaban a la guarnición. Un poco mejor que el salcocho que hacían a las presas del penal. Nada especial. Un poco de leche aguada y mucho tedio. Una espera que siempre se hacía larga y penosa.
Nunca más supe de ellas. Una madrugada de intenso frío llegó un carro jaula de la prisión. Pasos fuertes de botas militares llegaron a mi celda de castigo ubicada al final del destacamento: “Recoge tus cosas, que te vas”, me dijeron. Era un traslado de provincia. No me iba. Me llevaban. Para salir tenía que pasar por las galeras de dos muchachas que nunca más vería. Estaban paradas detrás de las rejas. Barrotes gruesos y fríos que no impidieron la despedida. Estaban llorando. Esta vez no era por sus encierros. No era por sus muertes. Era por mi castigo que no terminaba. Por la incertidumbre del traslado. Tomé sus manos congeladas de frío y temor. “No se preocupen, todo estará bien”. Un intento de abrazo entre las rejas, unas palmadas en las mejillas y un adiós. El ladrido brotado de la garganta del oficial me ubicó en el tiempo. “¡Vamos, arriba!” Era el llamado psicólogo de la prisión. Vestido con ropa de campaña color verde olivo y con un odio incontenible en sus palabras.
Todo intento por saber sobre sus vidas fue en vano. Nunca llegó una carta. Quizás nunca salió a su destino. El control sobre la correspondencia era casi absoluto. Jamás supe el final. Jamás tuve noticias. Estaba al otro extremo de dos presas que esperaban la muerte. Estaba a más de 600 kilómetros de “Manto Negro”.
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