Por: Iliana Curra
No se trata de montañas enlazadas entre sí o prominencias parecidas en forma de lomo. Se trata de algo totalmente inhumano como lo es un traslado de prisioneros a diferentes cárceles en la isla.
Fue una madrugada intensamente fría cuando decidieron trasladarme desde “Manto Negro” en La Habana hacia otra provincia. Luego de despertarme con el ruido del carro-jaula en las afueras de la celda donde me tenían castigada, entró un oficial con cargo de psicólogo que se encontraba de guardia operativa. La orden inmediata de recoger mis cosas me hizo preguntar ingenuamente sí sucedía algo en mi casa. Lo primero que me vino a la mente es que hubiera sucedido algo con mi familia y me llevarían a verla. Una respuesta típica de un esbirro que no se hizo esperar: “Nadie se ha muerto. Recoge que te vas”. Mi preocupación fue en aumento. El día anterior había lavado unas medias de lana que cubrían mis piernas del penetrante frío, y aún estarían mojadas. Me las habían tendido en el “pollero” a donde me sacaban a coger sol para secarlas. Así que tuve que salir con unas medias que apenas cubrían mis pies, con una temperatura casi glacial.
El psicólogo, que servía a la vez de torturador, me llevó al carro-jaula con mi limitado avituallamiento. Todo lo que me habían supuestamente guardado, nunca lo recuperé. Era aproximadamente las cuatro de la madrugada o algo así. Estaba oscuro aún. Ya dentro del carro, me cerraron con candado y echaron a andar. No tenía idea a donde me llevaban. Pensé que pudiera ser trasladada a Matanzas. Después de un rato, el carro paró y abrieron el candado. Al bajar me esperaba un oficial con grados de Mayor. Era el operativo de guardia de la prisión. Pregunté adónde me encontraba y me dijo: “En el Combinado del Este”. Mi sorpresa fue grande. “¿Qué hago yo en una prisión para hombres?”, pregunté. La respuesta rápida y fría fue: “Ya sabrás. Tienes que esperar”. Me condujeron a un lugar que decían era la enfermería. Más bien era la parte de afuera adonde había unos asientos y allí me dejaron. Me senté, pensando en qué iba a pasar. ¿Por qué estaba sucediendo esto? Retrocedí en mi mente y recordé al esbirro de la Seguridad del Estado con grados de Mayor que se hacía nombrar Alexis. Un alcohólico y corrompido agente que fue a verme a una celda de castigo en que me habían encerrado estando en el Correccional ubicado al lado de la prisión. Era una continuidad de “Manto Negro” para condenas a trabajo forzado. Lo primero que me dijo fue que me iba a desaparecer de La Habana, que me iba a mandar tan lejos como pudiera. Que la gente como yo tenía que recibir un castigo severo. Pero con esto a quien más castigaban era a mi familia. Una manera de ensañarse porque el odio es demasiado fuerte para los que dicen respetar derechos humanos.
Alrededor de las 9 de la mañana me fueron a buscar. Un guardia me trasladó de nuevo a la entrada de la cárcel, al lado de una garita había un oficial con grados de capitán de la raza negra. Era ágil y nervioso. Tenía una tablilla en sus manos y hablaba con varios presos esposados que ya estaban entrando a una rastra larga cerrada con una cerca peerles. Los presos vestían de gris y habían muchos de la raza negra. Me senté en un banco para esperar me llamara, y al rato se me acercó. Me dijo: “Oye, ¿tú eres de Camagüey?” Lo que más recuerdo en ese momento fue un sentimiento de rabia, impotencia y preocupación. Era tan injusto y sádico enviarme tan lejos, que apenas balbuceé: “No, yo ni siquiera conozco Camagüey. Soy de La Habana”. El capitán, rápido como un tornado me dijo: “¡Te embarcaron, pepilla. Te embarcaron!”.
Me senté nuevamente en el banco y a mi mente me venía el sufrimiento de mi madre y de mi familia en general. Que cuando se enteraran sería muy duro para ellos. En los viajes hasta esa provincia tan lejana, con un sistema de transporte público precario. De la crueldad de un sistema que te encarcela injustamente y hace todo lo posible por destruirte. De la indefensión y la soledad que te calan el alma. Mis ojos se nublaron con ganas de llorar. Pero no podía hacerlo. No podía demostrarles mis sentimientos, ni mi preocupación por lo que estaba pasando. El mundo se hundía ante mí. Era desconcierto y coraje a la vez. Eran tantas cosas que me resultan ahora difíciles de explicar.
El Capitán en cuestión provenía de la Dirección Nacional de Cárceles y Prisiones. Tenía una ligereza impresionante y un carácter bastante agradable para la labor que realizaba. Contrastaba con la mayoría de los oficiales y guardias que había conocido hasta el momento. Luego de ubicar a todos los hombres en la rastra, fue hasta a mí y me dijo: “Mira, pepilla, a ti te corresponde ir también en esa rastra. Pero teniendo en cuenta que eres la única mujer y que lo que va a ahí no es nada fácil, te llevaré conmigo en el patrullero policial”. Dos carros de patrulla de la policía custodiaban la “cordillera”. Uno iría delante y otro al final. En el patrullero delantero iban cuatro policías y en el de atrás iban tres, incluyendo al chofer. En el asiento trasero iba un policía, el capitán, y yo en el centro. A los policías no le agradó la idea, pero el jefe del operativo era el capitán. Los policías tenían que hacer lo que él dijera.
Partimos alrededor de las 9:20 de la mañana. La rastra iba delante de nuestras miradas. Tenía unos asientos en alto donde iban apostados guardias con armas largas y cinturones llenos de balas en el pecho y la cintura. En sus piernas llevaban unos cuchillos grandes, y en la cintura también tenían una pistola en su cartuchera. Otros guardias iban parados y se turnaban la vigilancia. Era impresionante. Creía estar viviendo una película. Pero era una realidad triste y espantosa.
Un viaje incierto apenas comenzaba. Mi destino estaba a manos de las fuerzas represivas de un régimen que todo lo controla a base de castigo. Donde vivir dignamente tiene un alto precio porque, de lo contrario, tu identidad propia se sumerge en el fango y dejas de ser tu misma para convertirte en parte de un rebaño obediente y sumiso. Comenzaba la angustia, o más bien, continuaba. Ahora con la incertidumbre de lo que vendría.
No se trata de montañas enlazadas entre sí o prominencias parecidas en forma de lomo. Se trata de algo totalmente inhumano como lo es un traslado de prisioneros a diferentes cárceles en la isla.
Fue una madrugada intensamente fría cuando decidieron trasladarme desde “Manto Negro” en La Habana hacia otra provincia. Luego de despertarme con el ruido del carro-jaula en las afueras de la celda donde me tenían castigada, entró un oficial con cargo de psicólogo que se encontraba de guardia operativa. La orden inmediata de recoger mis cosas me hizo preguntar ingenuamente sí sucedía algo en mi casa. Lo primero que me vino a la mente es que hubiera sucedido algo con mi familia y me llevarían a verla. Una respuesta típica de un esbirro que no se hizo esperar: “Nadie se ha muerto. Recoge que te vas”. Mi preocupación fue en aumento. El día anterior había lavado unas medias de lana que cubrían mis piernas del penetrante frío, y aún estarían mojadas. Me las habían tendido en el “pollero” a donde me sacaban a coger sol para secarlas. Así que tuve que salir con unas medias que apenas cubrían mis pies, con una temperatura casi glacial.
El psicólogo, que servía a la vez de torturador, me llevó al carro-jaula con mi limitado avituallamiento. Todo lo que me habían supuestamente guardado, nunca lo recuperé. Era aproximadamente las cuatro de la madrugada o algo así. Estaba oscuro aún. Ya dentro del carro, me cerraron con candado y echaron a andar. No tenía idea a donde me llevaban. Pensé que pudiera ser trasladada a Matanzas. Después de un rato, el carro paró y abrieron el candado. Al bajar me esperaba un oficial con grados de Mayor. Era el operativo de guardia de la prisión. Pregunté adónde me encontraba y me dijo: “En el Combinado del Este”. Mi sorpresa fue grande. “¿Qué hago yo en una prisión para hombres?”, pregunté. La respuesta rápida y fría fue: “Ya sabrás. Tienes que esperar”. Me condujeron a un lugar que decían era la enfermería. Más bien era la parte de afuera adonde había unos asientos y allí me dejaron. Me senté, pensando en qué iba a pasar. ¿Por qué estaba sucediendo esto? Retrocedí en mi mente y recordé al esbirro de la Seguridad del Estado con grados de Mayor que se hacía nombrar Alexis. Un alcohólico y corrompido agente que fue a verme a una celda de castigo en que me habían encerrado estando en el Correccional ubicado al lado de la prisión. Era una continuidad de “Manto Negro” para condenas a trabajo forzado. Lo primero que me dijo fue que me iba a desaparecer de La Habana, que me iba a mandar tan lejos como pudiera. Que la gente como yo tenía que recibir un castigo severo. Pero con esto a quien más castigaban era a mi familia. Una manera de ensañarse porque el odio es demasiado fuerte para los que dicen respetar derechos humanos.
Alrededor de las 9 de la mañana me fueron a buscar. Un guardia me trasladó de nuevo a la entrada de la cárcel, al lado de una garita había un oficial con grados de capitán de la raza negra. Era ágil y nervioso. Tenía una tablilla en sus manos y hablaba con varios presos esposados que ya estaban entrando a una rastra larga cerrada con una cerca peerles. Los presos vestían de gris y habían muchos de la raza negra. Me senté en un banco para esperar me llamara, y al rato se me acercó. Me dijo: “Oye, ¿tú eres de Camagüey?” Lo que más recuerdo en ese momento fue un sentimiento de rabia, impotencia y preocupación. Era tan injusto y sádico enviarme tan lejos, que apenas balbuceé: “No, yo ni siquiera conozco Camagüey. Soy de La Habana”. El capitán, rápido como un tornado me dijo: “¡Te embarcaron, pepilla. Te embarcaron!”.
Me senté nuevamente en el banco y a mi mente me venía el sufrimiento de mi madre y de mi familia en general. Que cuando se enteraran sería muy duro para ellos. En los viajes hasta esa provincia tan lejana, con un sistema de transporte público precario. De la crueldad de un sistema que te encarcela injustamente y hace todo lo posible por destruirte. De la indefensión y la soledad que te calan el alma. Mis ojos se nublaron con ganas de llorar. Pero no podía hacerlo. No podía demostrarles mis sentimientos, ni mi preocupación por lo que estaba pasando. El mundo se hundía ante mí. Era desconcierto y coraje a la vez. Eran tantas cosas que me resultan ahora difíciles de explicar.
El Capitán en cuestión provenía de la Dirección Nacional de Cárceles y Prisiones. Tenía una ligereza impresionante y un carácter bastante agradable para la labor que realizaba. Contrastaba con la mayoría de los oficiales y guardias que había conocido hasta el momento. Luego de ubicar a todos los hombres en la rastra, fue hasta a mí y me dijo: “Mira, pepilla, a ti te corresponde ir también en esa rastra. Pero teniendo en cuenta que eres la única mujer y que lo que va a ahí no es nada fácil, te llevaré conmigo en el patrullero policial”. Dos carros de patrulla de la policía custodiaban la “cordillera”. Uno iría delante y otro al final. En el patrullero delantero iban cuatro policías y en el de atrás iban tres, incluyendo al chofer. En el asiento trasero iba un policía, el capitán, y yo en el centro. A los policías no le agradó la idea, pero el jefe del operativo era el capitán. Los policías tenían que hacer lo que él dijera.
Partimos alrededor de las 9:20 de la mañana. La rastra iba delante de nuestras miradas. Tenía unos asientos en alto donde iban apostados guardias con armas largas y cinturones llenos de balas en el pecho y la cintura. En sus piernas llevaban unos cuchillos grandes, y en la cintura también tenían una pistola en su cartuchera. Otros guardias iban parados y se turnaban la vigilancia. Era impresionante. Creía estar viviendo una película. Pero era una realidad triste y espantosa.
Un viaje incierto apenas comenzaba. Mi destino estaba a manos de las fuerzas represivas de un régimen que todo lo controla a base de castigo. Donde vivir dignamente tiene un alto precio porque, de lo contrario, tu identidad propia se sumerge en el fango y dejas de ser tu misma para convertirte en parte de un rebaño obediente y sumiso. Comenzaba la angustia, o más bien, continuaba. Ahora con la incertidumbre de lo que vendría.
6 comentarios:
Iliana muy acertado contar todas estas interioridades de los esbirros de la dictadura, para que los que todavía son tontos o se quieren hacer, vean la mierda que defienden.
Muy buena esta vivencia, es verdad que cuando estas preso en Cuba es como si dejaras de ser un ser humano.
Si no endureces la mente te vuelves loco, eso es lo que buscan ellos, convertirte en un despojo humano.
Saludos,
Gracias. Es realmente una vivencia que no pude dejar de contar. Lo escribí hace un tiempo y lo estoy poniendo en mi blog. Esta tarde pondré la segunda parte. Fue tremendamente traumático ese traslado, teniendo en cuenta que, viviendo en La Habana, me mandaron para Camagüey para castigar también a mi familia, porque son tan sádicos que, ya sabes todo lo que hacen. Unos HP.
un abrazo,
Mire a la babosa esta con la cara de gato esa que tiene, Hipocrita sin fronteras (Olga Tañon) era la que tenian que haberle echo todo esto, por arrastra y babosa del tirano.
Para entonces oír su opinión.
Bueno, de hecho la humillaron junto a Juanes y comparsa, los maltrataron y acusaron, según la voz misma de Miguel Bosé, pero no lo han contado porque son unos arrastrapanzas.
Gracias por leerme, puse la segunda parte y final.
Hoy la leere en casa con mas tiempo saludos.
Arnaldo
Gracias.
Publicar un comentario