Por: Iliana Curra
Era una mujer joven. Su finura era tan exagerada que rayaba en la simulación. Como si fingiera de forma recurrente para sentirse mejor que los demás. Ostentaba grados de Primer Teniente y su cargo era una especie de comisaría política en la prisión de máximo rigor de Kilo-5 en Camagüey. No he podido memorizar su nombre.
A diferencia de las demás oficiales, sonreía bastante. Quizás porque estaba convencida de su perfecta y blanca dentadura que contrastaba con el color verde olivo de su traje militar. Casi siempre vestía de ropa de campaña con sus botas rusas que resonaban en los pasillos de la prisión. Tenía unas uñas largas y siempre pintadas que, al parecer, eran parte de su orgullo femenino.
Era justamente un día 13 de agosto, cuando cumplía años el Dictador de la isla, Fidel Castro. De por sí era, al menos para mí, un día desagradable. A esas alturas el vejete estaría babeando a los niños que escogían para celebrarle su cumpleaños y desearle muchos años más de vida, para desgracia del pueblo cubano.
Como rutinariamente sucedía, abrieron una por una las galeras para ir a almorzar. Al menos, era el nombre que le daban a lo que servían en las mugrientas bandejas de aluminio que fregaban con agua solamente. Formé fila en el destacamento número dos que me correspondía y nos encaminamos escaleras abajo hacia el área del comedor. Desde que empezamos a acercarnos al lugar mi buen olfato me anunciaba un olor extraño. De inmediato me dí cuenta que algo andaba mal.
Manteniendo la fila cada cual tomaba su bandeja sucia y grasienta del llamado boquete. Del otro lado reclusas que trabajaban en la cocina servían la pequeña ración que correspondía a cada cual. Las mesas, de cuatro sillas, estaban a todo lo largo del comedor, y siempre junto a mí habían tres reclusas que literalmente se fajaban para ocupar esos espacio en la mesa donde yo me sentaba. Eran las llamadas “boqueteras”, un argot presidiario que las reconocía como comilonas. Ellas sabían que yo, la mayoría de las veces, apenas probaba bocado alguno y luchaban entre sí para comerse mi asignación.
Desde que me acerqué al boquete me percaté de una vez y por todas que uno de los alimentos estaba putrefacto. No exagero. Estaban sirviendo seso de algún animal que no reconocí, pero el mal olor era penetrante, al menos para mi olfato agudo acostumbrado desde lejos a reconocer cualquier pestilencia.
No me llamó la atención que las presas se sentaran a comerse aquello, pero esta vez no permití que mi bandeja fuera tocada, a pesar de las protestas que tuve que soportar de las “boqueteras” que, hambrientas, exigían mi ración al verla intangible frente a mí.
Mi cara se fue endureciendo y las guardias sabían que luego vendría mi enérgica protesta porque no aceptaría algo así. Ya ni siquiera por mí misma que, aunque hubiera estado bueno, no lo comería. Sino por aquellas infelices presas que estaban comiendo algo descompuesto sin siquiera darse cuenta. El hambre es mala consejera.
Justamente cuando empiezo a protestarle a las guardias, llegó la Política del penal. Estaba de guardia operativa y llegó al comedor para observar el lugar. Como siempre, con su traje verde olivo y sus botas, parecía estar pasando revista a un batallón militar.
Se dirigió a mi mesa para preguntarme qué estaba pasando. Le dije en voz alta para que todas escucharan: “Teniente, éste seso está podrido”. Me respondió al estilo comunista que no reconoce la realidad: “No. Eso no está podrido. Está cocinado para que ustedes lo coman y no está podrido”. Le repliqué nuevamente: “Está putrefacto, que es lo mismo”. Su insistencia en negarme la verdad ya me estaba molestando, pero preferí tener paciencia. Ella intentaba que yo hablara más bajo para evitar el descontento de las demás, pero mi táctica de elevar la voz siempre me daba resultados para imponerme. Era mi defensa, más allá de querer provocar o no la protesta de las otras presas. Yo me valía sola para enfrentarme. Estaba acostumbrada.
La Política continuaba aferrada a negar una realidad tan palpable que pensé algo mejor. Entonces le dije: “Bien, si usted dice que está bueno, pruébelo. Mi cuchara está sin utilizar, úsela y dígame si no está putrefacto”. Al parecer, no tuvo alternativas después de defender tanto su posición y negar la verdad. Nerviosa, tomó la cuchara en sus manos y con la punta recogió un pedazo del seso apestoso. Con una demora casi teatral se lo llevó a la boca. La cerró lentamente y comenzó a masticar. Estoy convencida de que, en esos momentos, se estaría acordando de mi madre.
Luego de masticar el pedacito de seso putrefacto, se puso tiesa y me dijo: “Ves, está bueno”. Y salió disparada del comedor, cuando dobló por la puerta de entrada al pasillo de salida iba a tan alta velocidad como un auto de carreras. Yo sabía que su paladar había reconocido que el alimento estaba descompuesto, aunque sus palabras dijeran lo contrario.
No pasaron ni tres minutos cuando la jefa de pelotón nos mandó a parar y formar filas para volver a las galeras. Pidió a las reclusas que se estaban comiendo aquella cosa llamada alimento, que lo dejaran. Al poco rato esa misma oficial cargaba una cubeta con un poco de agua con color que llamaban refresco, y un pequeño pedazo de pan. Intentaban sustituir el corrompido almuerzo con algo parecido a una merienda.
Por la noche no se hicieron esperar las reacciones de las que llegaron a comerse el seso podrido. Los vómitos, y sobre todo las descomposiciones, abarcaron casi un 60% de la población penal. La enfermería no daba abasto y los medicamentos tampoco. En mi galera hacían colas para entrar al único baño con inodoro, pero tanta era la premura, que tenían que entrar al área de la ducha para evacuar allí, pues no podían esperar ni un segundo más.
Pero la que también salió mal parada de todo eso fue la Política. Me contaron unas presas que trabajaban en la cocina que, cuando salió disparada luego de haber probado aquello podrido, fue directo a vomitar. Dicen que se puso casi de color verde, y que era tanto el asco que sentía, que hacía arqueadas nada más de acordarse que había comido aquel seso hediondo que sirvieron un día en que el Dictador cumplía años.
Nada. Un día inolvidable para ella en todos los sentidos.
Era una mujer joven. Su finura era tan exagerada que rayaba en la simulación. Como si fingiera de forma recurrente para sentirse mejor que los demás. Ostentaba grados de Primer Teniente y su cargo era una especie de comisaría política en la prisión de máximo rigor de Kilo-5 en Camagüey. No he podido memorizar su nombre.
A diferencia de las demás oficiales, sonreía bastante. Quizás porque estaba convencida de su perfecta y blanca dentadura que contrastaba con el color verde olivo de su traje militar. Casi siempre vestía de ropa de campaña con sus botas rusas que resonaban en los pasillos de la prisión. Tenía unas uñas largas y siempre pintadas que, al parecer, eran parte de su orgullo femenino.
Era justamente un día 13 de agosto, cuando cumplía años el Dictador de la isla, Fidel Castro. De por sí era, al menos para mí, un día desagradable. A esas alturas el vejete estaría babeando a los niños que escogían para celebrarle su cumpleaños y desearle muchos años más de vida, para desgracia del pueblo cubano.
Como rutinariamente sucedía, abrieron una por una las galeras para ir a almorzar. Al menos, era el nombre que le daban a lo que servían en las mugrientas bandejas de aluminio que fregaban con agua solamente. Formé fila en el destacamento número dos que me correspondía y nos encaminamos escaleras abajo hacia el área del comedor. Desde que empezamos a acercarnos al lugar mi buen olfato me anunciaba un olor extraño. De inmediato me dí cuenta que algo andaba mal.
Manteniendo la fila cada cual tomaba su bandeja sucia y grasienta del llamado boquete. Del otro lado reclusas que trabajaban en la cocina servían la pequeña ración que correspondía a cada cual. Las mesas, de cuatro sillas, estaban a todo lo largo del comedor, y siempre junto a mí habían tres reclusas que literalmente se fajaban para ocupar esos espacio en la mesa donde yo me sentaba. Eran las llamadas “boqueteras”, un argot presidiario que las reconocía como comilonas. Ellas sabían que yo, la mayoría de las veces, apenas probaba bocado alguno y luchaban entre sí para comerse mi asignación.
Desde que me acerqué al boquete me percaté de una vez y por todas que uno de los alimentos estaba putrefacto. No exagero. Estaban sirviendo seso de algún animal que no reconocí, pero el mal olor era penetrante, al menos para mi olfato agudo acostumbrado desde lejos a reconocer cualquier pestilencia.
No me llamó la atención que las presas se sentaran a comerse aquello, pero esta vez no permití que mi bandeja fuera tocada, a pesar de las protestas que tuve que soportar de las “boqueteras” que, hambrientas, exigían mi ración al verla intangible frente a mí.
Mi cara se fue endureciendo y las guardias sabían que luego vendría mi enérgica protesta porque no aceptaría algo así. Ya ni siquiera por mí misma que, aunque hubiera estado bueno, no lo comería. Sino por aquellas infelices presas que estaban comiendo algo descompuesto sin siquiera darse cuenta. El hambre es mala consejera.
Justamente cuando empiezo a protestarle a las guardias, llegó la Política del penal. Estaba de guardia operativa y llegó al comedor para observar el lugar. Como siempre, con su traje verde olivo y sus botas, parecía estar pasando revista a un batallón militar.
Se dirigió a mi mesa para preguntarme qué estaba pasando. Le dije en voz alta para que todas escucharan: “Teniente, éste seso está podrido”. Me respondió al estilo comunista que no reconoce la realidad: “No. Eso no está podrido. Está cocinado para que ustedes lo coman y no está podrido”. Le repliqué nuevamente: “Está putrefacto, que es lo mismo”. Su insistencia en negarme la verdad ya me estaba molestando, pero preferí tener paciencia. Ella intentaba que yo hablara más bajo para evitar el descontento de las demás, pero mi táctica de elevar la voz siempre me daba resultados para imponerme. Era mi defensa, más allá de querer provocar o no la protesta de las otras presas. Yo me valía sola para enfrentarme. Estaba acostumbrada.
La Política continuaba aferrada a negar una realidad tan palpable que pensé algo mejor. Entonces le dije: “Bien, si usted dice que está bueno, pruébelo. Mi cuchara está sin utilizar, úsela y dígame si no está putrefacto”. Al parecer, no tuvo alternativas después de defender tanto su posición y negar la verdad. Nerviosa, tomó la cuchara en sus manos y con la punta recogió un pedazo del seso apestoso. Con una demora casi teatral se lo llevó a la boca. La cerró lentamente y comenzó a masticar. Estoy convencida de que, en esos momentos, se estaría acordando de mi madre.
Luego de masticar el pedacito de seso putrefacto, se puso tiesa y me dijo: “Ves, está bueno”. Y salió disparada del comedor, cuando dobló por la puerta de entrada al pasillo de salida iba a tan alta velocidad como un auto de carreras. Yo sabía que su paladar había reconocido que el alimento estaba descompuesto, aunque sus palabras dijeran lo contrario.
No pasaron ni tres minutos cuando la jefa de pelotón nos mandó a parar y formar filas para volver a las galeras. Pidió a las reclusas que se estaban comiendo aquella cosa llamada alimento, que lo dejaran. Al poco rato esa misma oficial cargaba una cubeta con un poco de agua con color que llamaban refresco, y un pequeño pedazo de pan. Intentaban sustituir el corrompido almuerzo con algo parecido a una merienda.
Por la noche no se hicieron esperar las reacciones de las que llegaron a comerse el seso podrido. Los vómitos, y sobre todo las descomposiciones, abarcaron casi un 60% de la población penal. La enfermería no daba abasto y los medicamentos tampoco. En mi galera hacían colas para entrar al único baño con inodoro, pero tanta era la premura, que tenían que entrar al área de la ducha para evacuar allí, pues no podían esperar ni un segundo más.
Pero la que también salió mal parada de todo eso fue la Política. Me contaron unas presas que trabajaban en la cocina que, cuando salió disparada luego de haber probado aquello podrido, fue directo a vomitar. Dicen que se puso casi de color verde, y que era tanto el asco que sentía, que hacía arqueadas nada más de acordarse que había comido aquel seso hediondo que sirvieron un día en que el Dictador cumplía años.
Nada. Un día inolvidable para ella en todos los sentidos.
2 comentarios:
Que interesantes esta vivencias y que importante que las cuentes Iliana.
Saludos.
Así es, contar todas estas vivencias es como sacar un poco lo malo que tienes dentro porque lo viviste y es necesario este exorcismo personal de vez en cuando. Gracias por leerme.
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