Por: Iliana Curra
Cuando era una niña conocí que existían unos señores barbudos llamados Melchor, Gaspar y Baltazar que, montados en camellos, traían juguetes en sus bolsas a todos los niños, y que en otros países lejanos entraban por las chimeneas, o de lo contrario, se convertían en hormiguitas y entraban por debajo de la puerta. Luego se agrandaban y de sus bolsas sacaban los juguetes que anteriormente le pedíamos en las carticas que se ponían en los arbolitos de Navidad. Ellos llenaban nuestros sueños y expectativas infantiles. Paralelamente a esto, nos adoctrinaban en las aulas escolares con clases de odio contra los “yanquis” que –según nos explicaban muy seriamente- no querían a los niños, y nos imponían a un Martí moncadista y revolucionario con matices marxistas.
Nos robaron el sueño de la niñez que nunca se recupera. Nos tiraron un cubo de agua congelada al rostro para hacernos entender que los sueños no existían. Nos quedamos sin sueños y dejamos de creer en esos viejos barbudos y gordos que íban en camellos por ahí.
Crecimos en un mundo surrealista y lleno de odio contra la humanidad. En los matutinos escolares marchábamos hasta que nos dolieran los pies, sin contar los huecos que tenían los zapatos ya gastados por el uso, y las medias eran confeccionadas de retazos de telas, porque en las tiendas no había esas cosas, que por supuesto, no eran tan importantes. Peor estaban nuestros primos en el “norte revuelto y brutal” que envíaban fotos con el carro del vecino y ropas prestadas. Peor estaban esos niños latinoamericanos que el Ché había ido a salvar del yugo imperialista. Por eso cuando creciéramos, teníamos que ser como el Ché, una consigna que jamás podíamos olvidar.
Pero la verdad se impone, y al crecer, nos dimos cuenta que, además de nuestros sueños de niños, nos habían robado nuestra libertad un primero de enero de 1959, cuando ni siquiera habíamos nacido. Supimos que más allá de la ostra donde nos tenían, existía un mundo abierto y lleno de tonalidades. Existían niños que soñaban y otros que habían logrado sus sueños. Supimos que Melchor, Gaspar y Baltazar continuaban su incansable andar encima de sus camellos por todas partes de la tierra cuando ya lo creíamos muertos, y que ellos habían surgido cuando un niño llamado Jesús nació un 25 de diciembre en un humilde pesebre hace muchísimos años.
Supimos de la historia de Cuba que nos habían negado, de los presos plantados que cumplían largas condenas bajo las condiciones más inhumanas que han existido. Conocimos historias contadas por sus propios protagonistas de toda la barbarie que habían vivido. Fueron tantas las cosas que pudimos conocer, que nos dimos cuenta que habíamos vivido en un limbo absurdo y nos preguntamos, ¿cómo fue posible?
Pero ya nos habían robado nuestra infancia y nunca más la tendremos. Nos robaron los sueños ingenuos que no dañaban a nadie. Nos negaron a un Dios que existió y que luego nos protegió. Carecíamos de fe, que es como carecer de vida.
Ahora que sabemos que existen verdaderamente los Reyes Magos, o llámese Santa Claus, los esperaremos nuevamente, para con nuestros hijos, disfrutar de sus sueños y fantasías de niños, ¿y por qué no?: sentirnos como niños por primera vez, soñar por primera vez, y vivir libres por primera vez en la vida.
Cuando era una niña conocí que existían unos señores barbudos llamados Melchor, Gaspar y Baltazar que, montados en camellos, traían juguetes en sus bolsas a todos los niños, y que en otros países lejanos entraban por las chimeneas, o de lo contrario, se convertían en hormiguitas y entraban por debajo de la puerta. Luego se agrandaban y de sus bolsas sacaban los juguetes que anteriormente le pedíamos en las carticas que se ponían en los arbolitos de Navidad. Ellos llenaban nuestros sueños y expectativas infantiles. Paralelamente a esto, nos adoctrinaban en las aulas escolares con clases de odio contra los “yanquis” que –según nos explicaban muy seriamente- no querían a los niños, y nos imponían a un Martí moncadista y revolucionario con matices marxistas.
Nos robaron el sueño de la niñez que nunca se recupera. Nos tiraron un cubo de agua congelada al rostro para hacernos entender que los sueños no existían. Nos quedamos sin sueños y dejamos de creer en esos viejos barbudos y gordos que íban en camellos por ahí.
Crecimos en un mundo surrealista y lleno de odio contra la humanidad. En los matutinos escolares marchábamos hasta que nos dolieran los pies, sin contar los huecos que tenían los zapatos ya gastados por el uso, y las medias eran confeccionadas de retazos de telas, porque en las tiendas no había esas cosas, que por supuesto, no eran tan importantes. Peor estaban nuestros primos en el “norte revuelto y brutal” que envíaban fotos con el carro del vecino y ropas prestadas. Peor estaban esos niños latinoamericanos que el Ché había ido a salvar del yugo imperialista. Por eso cuando creciéramos, teníamos que ser como el Ché, una consigna que jamás podíamos olvidar.
Pero la verdad se impone, y al crecer, nos dimos cuenta que, además de nuestros sueños de niños, nos habían robado nuestra libertad un primero de enero de 1959, cuando ni siquiera habíamos nacido. Supimos que más allá de la ostra donde nos tenían, existía un mundo abierto y lleno de tonalidades. Existían niños que soñaban y otros que habían logrado sus sueños. Supimos que Melchor, Gaspar y Baltazar continuaban su incansable andar encima de sus camellos por todas partes de la tierra cuando ya lo creíamos muertos, y que ellos habían surgido cuando un niño llamado Jesús nació un 25 de diciembre en un humilde pesebre hace muchísimos años.
Supimos de la historia de Cuba que nos habían negado, de los presos plantados que cumplían largas condenas bajo las condiciones más inhumanas que han existido. Conocimos historias contadas por sus propios protagonistas de toda la barbarie que habían vivido. Fueron tantas las cosas que pudimos conocer, que nos dimos cuenta que habíamos vivido en un limbo absurdo y nos preguntamos, ¿cómo fue posible?
Pero ya nos habían robado nuestra infancia y nunca más la tendremos. Nos robaron los sueños ingenuos que no dañaban a nadie. Nos negaron a un Dios que existió y que luego nos protegió. Carecíamos de fe, que es como carecer de vida.
Ahora que sabemos que existen verdaderamente los Reyes Magos, o llámese Santa Claus, los esperaremos nuevamente, para con nuestros hijos, disfrutar de sus sueños y fantasías de niños, ¿y por qué no?: sentirnos como niños por primera vez, soñar por primera vez, y vivir libres por primera vez en la vida.
3 comentarios:
Todos los cubanos, los de dentro y los de fuera somos unos juguetes rotos, por los caprichos y el odio de una sola familia, los castros.
¡Preciosa comparación! Triste,pero no deja de tener belleza. Es así realmente, y nunca hemos dejado de ser niños,aunque nos hayan robado la infancia.
-Si es cierto que somos juguetes rotos; pero cuidado con nosotros, porque los juguetes cuando están rotos son en extremo peligrosos y listos a herir sin piedad al que los ha destrozado.
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