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JOSE MARTI.

miércoles, 22 de julio de 2009

DEL LIBRO "TODO LO DIERON POR CUBA", DE MIGNON MEDRANO.


ALBERTINA O’FARRILL

Alberto O’Farrill y Alvarez, abogado y notario, era el poseedor del último mayorazgo que ostentó su padre como descendiente del Rey de Irlanda. Con la fortuna familiar en ruinas tras la guerra, se dio a la tarea de trabajar y encausar en estudios a sus cinco hermanos. O ‘Farrill y su cuñado Miguel Angel de la Campa, diplomático de carrera, establecieron su propio bufete. Eventualmente, trabajaron juntos en la Liga de las Naciones y juntos firmaron el Tratado de Paz de la Primera Guerra Mundial. Y toda la familia regresó a Cuba para el nacimiento de la primogénita, Albertina.

Además de una esmerada educación recibida en Cuba y en los Estados Unidos, Albertina creció en un ambiente de refinamiento y cultura, colmada de todos los beneficios que disfrutaría una señorita de la alta sociedad. Nadie hubiera sospechado en aquel entonces que sus viajes y sus relaciones a niveles monárquicos y diplomáticos servirían un día para salvarles las vidas a ricos y pobres y a miles de niños cubanos, desatando con esto la ira de Fidel Castro.

Cuando Fidel Castro toma el poder, Albertina era la Secretaria particular del entonces Ministro de Defensa, su tío y padrino Miguel Angel de la Campa. Había trabajado con él en el Ministerio de Estado y viajado a importantes eventos oficiales en otros países, incluyendo México, donde vivió cuatro años y ayudó activamente a los franceses libres durante la Segunda Guerra Mundial.

A su regreso a Cuba, contrae matrimonio con el joven médico Rafael Montoro y continúa una intensa vida colmada de actividades sociales y obras benéficas, pero su trayectoria anterior y carácter inquieto la mantienen al tanto de la política y los pasos de Fidel Castro. Un ex presidente colombiano y contactos diplomáticos en Washington le cuentan detalles de varios hechos de sangre relacionados con Fidel Castro, el “Bogotazo”, el asesinato del líder estudiantil Manolo Castro, el asalto al Cuartel Moncada y otros. En sus frecuentes visitas a la capital de los Estados Unidos, se reúne con grupos de cubanos y americanos, alertando sobre el peligro que Fidel Castro representaría, tanto para Cuba como los Estados Unidos.

Los rosarios colgados del cuello de los barbudos de la Sierra no la engañarían. No obstante, mientras se producía el éxodo masivo de cubanos, Albertina decido permanecer en Cuba con su madre y sus tres hijos, conciente de que los cubanos necesitarían de ella y de sus contactos. Las amistades enraizadas a lo largo de su vida, en Cuba y en el exterior, servirían ahora para salvar vidas y le rendirían buenos frutos.

Los excesos cometidos por los barbudos y los líderes de aquella revolución “más verde que las palmas” teñían con sangre las cárceles, las calles y los campos, pero Albertina resistía junto a su madre y sus tres hijos sin abandonar Cuba. Su esposo permanecía como embajador de Cuba en Holanda, pero la separación termina por destruir el matrimonio. Asesorada por amigos y sacerdotes, pero desgarrado su corazón, accede Albertina a poner a sus hijos a salvo enviándolos a vivir con su padre y su nueva esposa Katherine Caragol, mujer muy distinguida y de extraordinarias calidades humanas, quien se convirtió en comprensiva madre para los tres.

Mientras tanto, Albertina protegía a los hijos de otras madres, y amigos diplomáticos comenzaban a cuidar de ella, cada vez más involucrada en la contrarrevolución. Desde el primero de enero de 1959 empezó a asilar adultos y a exiliar niños clandestinamente con la operación iniciada por Pancho Finlay y su esposa, Betha de la Portilla, y que luego, bajo el nombre de “Pedro Pan”, continuarían en forma más estructurada Polita y Mongo Grau.

Hasta caer presa en 1965, con los embajadores de Suiza, Bélgica, Brasil y Holanda, el encargado de negocios de España, que entonces no tenía embajador, y otros del mundo occidental, pudo interceder y salvar las vidas de muchos condenados a morir por fusilamiento. Por medio del embajador de México logró que a los hermanos Grau Sierra les fuera conmutada la pena de muerte por una sentencia de 30 años. El agradecimiento del pueblo de Cuba a estos amigos tendrá reconocimiento en su día y no ahora, porque desde la cárcel Albertina continuaba pidiendo asilo para los más comprometidos, y esquiva darnos más detalles para no comprometer a quienes tanto la ayudaron.

Un antiguo pretendiente, José Enrique “Cucú” Bringuier, entonces recién salido de la cárcel, visita a Albertina para llevarle recados de su primo preso, el valiente abogado y diplomático Andrés Vargas Gómez, nieto del prócer Generalísimo Máximo Gómez, así como varias peticiones de ayuda de algunos presos para salir del país. Albertina lleva a Bringuier a varias embajadas y a la Nunciatura Papal, más que todo para que él pueda detallarles a los presos los esfuerzos realizados. Ahí reverdece aquel primer amor de adolescentes y contraen matrimonio.

-En 1964 comienzan a caer los nuestros. Agarran a José Luis Pelleyá, a Alberto Belt, a Polita Grau y a Margocita Calvo. Mis amigos me aconsejaban asilarme pero traté de seguir siendo útil en la calle. Trataba de mantener frescos los contactos que había establecido durante tantos años, ya que cuando un embajador se retiraba se llevaba a su país con él. Uno de ellos me brindó asilo sin yo quererlo siquiera, pero el 27 de abril de 1965 caigo presa y me celebran juicio dos años más tarde, ¡algo inaudito! Como yo no confieso nada, no acepto los delitos que me quieren imputar y no pueden probarme nada, me condenan “por convicción”, que era un crimen peor que un atentado contra la vida misma de Fidel Castro…

…Me tuvieron seis meses en Seguridad del Estado y año y medio en la cárcel de Guanajay. El mes y medio que estuve incomunicada en Seguridad fue algo espantoso; sin saber cuándo era de día y cuándo era de noche; me decían que mi madre estaba presa y que mi esposo había sido fusilado, que iban a atentar contra mis hijos en Miami. Cuando me sacaban de allí para interrogatorio parecía una loca, llevaba semanas sin bañarme, sin peinarme, con los pelos parados, llena de morados en todo el cuerpo porque no eliminaba. Me llevaban al piso de los hombres donde todos los inodoros estaban tupidos para que yo orinara cuando no tenía deseos y viceversa, y a veces orinaba pero no podía dar de cuerpo. Contraje hepatitis y uno de los guardias me decía: “Usted se va a podrir, usted se está muriendo”. El único que me ayudó era un médico de Seguridad del Estado, el Dr. Márquez. Pero jamás lograron que yo hablara, nunca delaté a nadie.

Mucho afectó a Albertina el confinamiento a que estuvo sometida durante dos años. Este aislamiento y la falta de higiene, atención médica y alimentación, dejarían una huella indeleble en su salud. Durante su encarcelamiento comió harina con gusanos y gorgojos, y padeció glaucoma, hipertensión, envenenamiento de la sangre y un coma hepático, entre otras enfermedades. La autobiografía que recoge en detalles su extraordinaria trayectoria, “De embajadora a presa política”, es un documentado testimonio.

-Mis carceleros sentían un odio visceral contra lo que ellos llamaban “mi clase”, pero poco a poco fueron dándose cuenta de que habían sido engañados. Tras 12 años de conducta intachable en la cárcel y dos más en arresto domiciliario, sin ceder a presiones ni delatar a nadie, aprendieron a respetarme. Y cuando salí, yo, que antes hablaba hasta por los codos y metía un mitin relámpago en cualquier esquina, ya fuese en Lisboa, Washington o dondequiera por defender mi causa, había aprendido a ver, oír y callar, a no compartir la causa de Cuba con los que no la amaban, no la entendían o no la querían entender.

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