Por: Iliana Curra
Llegué temprano. Casi al amanecer. Cuando los rayos del sol hacían todo lo posible por introducirse entre las nubes que cubrían un amanecer apacible y elegante. Un fresco agradable hacía mi llegada más confortable.
Bajando las escalerillas del avión pude ver y sentir a una ciudad que hacía mucho me quedaba lejos, pero a la vez muy cerca. Allí, donde nadie puede cambiar las cosas, ni siquiera el tiempo. Estaba impregnada en mi mente y en mis sentidos.
Me sentí libre de tomar un taxi. No había avisado a nadie, ni siquiera a mi familia, de que llegaría ese día. Quería disfrutar a solas mi llegada. Rememorar cada detalle sin que nadie perturbara mis pensamientos. Recordar los pormenores de una Habana que comenzaba a parecerse a aquella que tanto me habían contado. La que nunca conocí.
Le pedí al taxista que no tuviera apuros en llegar. Recorrí despacio las calles de una ciudad que apenas despertaba. Muchos, quizás, ya colaban el café cubano que tanto nos ayuda a estimularnos después de una noche profunda. Esa cubanía innata y predominante nadie la puede cambiar. Ni siquiera a mil millas de allí. Sentí el aroma de un café nada mezclado con chícharos, y el perfume de las rosas de cada jardín que apenas comenzaban a abrir sus hojas para regalarle al día la belleza natural de sus colores. No podía negarlo. Ya estaba en casa.
En mi recorrido tuve el enorme privilegio de ver la llegada del sol, ese astro rey que nos permite vestir de forma ligera en una isla donde Dios puso su mano cuando fue creada. Estoy convencida de que Adán y Eva fueron cubanos, aunque luego hayan cambiado la historia.
Transité mis calles, respiré mi aire, y me sentí libre. Una sensación que jamás había tenido en mi propia patria, esa misma que había vivido esclavizada por tantos años. Cuando cambiaron la historia y perdió la candidatura al paraíso. Cuando inyectaron a algunas de sus gentes de un odio infernal que los llevó a gritar “¡paredón!”, aún sin saber por qué. Cuando sus niños tuvieron que ponerse al cuello una pañoleta que nada se diferenciaba de un grillete esclavo y tenían que gritar consignas corrompidas y absurdas.
El cielo, ya clareado y con su intenso azul celeste, se impuso sin pedirle permiso a la noche. Llegó el día, y con él, la profunda convicción de que todo había cambiado en un país donde ahora la libertad imperaba. No más lemas, ni mandatos al estilo militar. No más simulación, ni generales corruptos. Ni encarcelamientos injustos por preservar la dignidad. Se acabaron las mentiras y los desganos, el alcoholismo consumidor de una generación frustrada que ahora se levanta de sus propias cenizas. Se terminaron las carencias materiales, pero sobre todo, las espirituales.
Decidí bajarme del taxi para seguir mi recorrido a pie. Quería hacerlo para respirar profundamente el olor de esa Cuba que ahora era diferente. ¿O quizás ahora es cuando realmente era Cuba? Caminé despacio, como reconociendo cada detalle de algo que me pertenecía pero había dejado de ser mío porque un opresor decidió determinar quién podía vivir o no en ese espacio que, muchos reconocemos como patria, otros la consideran su finca privada.
Un periódico local anunciaba el encuentro de centenares de prisioneros políticos con sus familiares. Las cárceles se abrieron para darle paso a la vergüenza. Muchos delitos comunes dejaron de serlo y todo volvía a la normalidad de forma acelerada.
Inhalé cada átomo de aire, me llené del impresionante paisaje del Malecón habanero. Sentí el chocar de sus olas y divisé la luz del sol que adornaba sus crestas azuladas. Subí a su muro y me acosté a todo lo largo mirando al cielo. El sol cubano me daba la bienvenida a una patria libre de recelos y de temores fundados. El paraíso había regresado a la isla perdida por casi cinco décadas. Era como el nuevo descubrimiento en un siglo moderno y computarizado. Tuve la sensación de volver a nacer y no era ficción. Había nacido nuevamente.
La paz y la quietud del momento era justamente la armonía precisa para el letargo mañanero después de un viaje madrugador. Me quedé dormida, y en mis sueños, nuevamente vislumbré a una Cuba libre.
Llegué temprano. Casi al amanecer. Cuando los rayos del sol hacían todo lo posible por introducirse entre las nubes que cubrían un amanecer apacible y elegante. Un fresco agradable hacía mi llegada más confortable.
Bajando las escalerillas del avión pude ver y sentir a una ciudad que hacía mucho me quedaba lejos, pero a la vez muy cerca. Allí, donde nadie puede cambiar las cosas, ni siquiera el tiempo. Estaba impregnada en mi mente y en mis sentidos.
Me sentí libre de tomar un taxi. No había avisado a nadie, ni siquiera a mi familia, de que llegaría ese día. Quería disfrutar a solas mi llegada. Rememorar cada detalle sin que nadie perturbara mis pensamientos. Recordar los pormenores de una Habana que comenzaba a parecerse a aquella que tanto me habían contado. La que nunca conocí.
Le pedí al taxista que no tuviera apuros en llegar. Recorrí despacio las calles de una ciudad que apenas despertaba. Muchos, quizás, ya colaban el café cubano que tanto nos ayuda a estimularnos después de una noche profunda. Esa cubanía innata y predominante nadie la puede cambiar. Ni siquiera a mil millas de allí. Sentí el aroma de un café nada mezclado con chícharos, y el perfume de las rosas de cada jardín que apenas comenzaban a abrir sus hojas para regalarle al día la belleza natural de sus colores. No podía negarlo. Ya estaba en casa.
En mi recorrido tuve el enorme privilegio de ver la llegada del sol, ese astro rey que nos permite vestir de forma ligera en una isla donde Dios puso su mano cuando fue creada. Estoy convencida de que Adán y Eva fueron cubanos, aunque luego hayan cambiado la historia.
Transité mis calles, respiré mi aire, y me sentí libre. Una sensación que jamás había tenido en mi propia patria, esa misma que había vivido esclavizada por tantos años. Cuando cambiaron la historia y perdió la candidatura al paraíso. Cuando inyectaron a algunas de sus gentes de un odio infernal que los llevó a gritar “¡paredón!”, aún sin saber por qué. Cuando sus niños tuvieron que ponerse al cuello una pañoleta que nada se diferenciaba de un grillete esclavo y tenían que gritar consignas corrompidas y absurdas.
El cielo, ya clareado y con su intenso azul celeste, se impuso sin pedirle permiso a la noche. Llegó el día, y con él, la profunda convicción de que todo había cambiado en un país donde ahora la libertad imperaba. No más lemas, ni mandatos al estilo militar. No más simulación, ni generales corruptos. Ni encarcelamientos injustos por preservar la dignidad. Se acabaron las mentiras y los desganos, el alcoholismo consumidor de una generación frustrada que ahora se levanta de sus propias cenizas. Se terminaron las carencias materiales, pero sobre todo, las espirituales.
Decidí bajarme del taxi para seguir mi recorrido a pie. Quería hacerlo para respirar profundamente el olor de esa Cuba que ahora era diferente. ¿O quizás ahora es cuando realmente era Cuba? Caminé despacio, como reconociendo cada detalle de algo que me pertenecía pero había dejado de ser mío porque un opresor decidió determinar quién podía vivir o no en ese espacio que, muchos reconocemos como patria, otros la consideran su finca privada.
Un periódico local anunciaba el encuentro de centenares de prisioneros políticos con sus familiares. Las cárceles se abrieron para darle paso a la vergüenza. Muchos delitos comunes dejaron de serlo y todo volvía a la normalidad de forma acelerada.
Inhalé cada átomo de aire, me llené del impresionante paisaje del Malecón habanero. Sentí el chocar de sus olas y divisé la luz del sol que adornaba sus crestas azuladas. Subí a su muro y me acosté a todo lo largo mirando al cielo. El sol cubano me daba la bienvenida a una patria libre de recelos y de temores fundados. El paraíso había regresado a la isla perdida por casi cinco décadas. Era como el nuevo descubrimiento en un siglo moderno y computarizado. Tuve la sensación de volver a nacer y no era ficción. Había nacido nuevamente.
La paz y la quietud del momento era justamente la armonía precisa para el letargo mañanero después de un viaje madrugador. Me quedé dormida, y en mis sueños, nuevamente vislumbré a una Cuba libre.
No hay comentarios:
Publicar un comentario