Por: Iliana Curra
Todo sucedió en una tarde lluviosa. Apenas escampaba, volvía a arreciar el agua. Era como si augurara un futuro de llanto. Yo me encontraba en un agro mercado ubicado en las famosas esquinas de Calzada del Cerro y Palatino, en La Habana. Ayudaba a mi padre con sus quehaceres de la venta. De vez en vez, cuando mis obligaciones como opositora me lo permitían, iba a darle una mano. La tierra colorada de Güira de Melena estaba por todas partes en el lugar, incluyendo mi ropa, mis brazos y mis manos, pero al menos estábamos haciendo lo posible para sobrevivir, en un lugar, donde no es fácil llevar un plato de comida a la mesa.
Seguía lloviendo copiosamente. Aún así, la gente transitaba dentro de aquel mercado como hormiguitas buscando qué llevar en sus bolsas de nylon. El cubano que no cargue con una bolsita de nylon de la “shopping” no sabe lo que es ser cubano en la isla. Es más importante que llevar su identificación encima. De no llevarla, es como si andara sin brazos. En fin, es tener la posibilidad de cargar lo que consigas por cualquier lugar.
Se vendió todo el producto ese día. Las condiciones del tiempo, al parecer, ayudó a la venta. Aunque lloviendo de forma constante, la gente se lanzó a la calle a buscar lo que pudiera ser la comida del día. Al otro día, ya verían qué comer. En Cuba se vive así. A diario. A pedacito, como diría cualquier cubano acostumbrado a ironizar con una realidad tan triste como la que se vive en la isla.
Serían aproximadamente las seis de la tarde. Seguía lloviendo. Eran momentos difíciles, aunque nunca han dejado de serlo en un país, hasta donde respirar, es peligroso. Cada uno cogió su bicicleta china y comenzamos a abandonar el lugar. Apenas unos pasos del mostrador, sentí una voz que me llamaba por mi nombre. El tono y la intriga que utilizaron para hacerlo no me dejó dudas. Ya conocía de sobra la forma de actuar de los agentes represivos de un régimen que supo enseñarme la crueldad que tienen para los que se oponen a ellos. No hizo falta indagar quiénes eran. Dos hombres vestidos de civil avanzaban a mis espaldas tratando de enseñarme un carnet que los acreditaba como esbirros.
Apenas sin virarme levanté una mano y les dije: “Ni se molesten, sé quiénes son”. A mi padre, que iba apenas un metro y medio delante de mí, le dije: “Viejo, espérate que aquí hay unos amigos que me están esperando”. Mi padre no entendió toda la ironía que puse en la frase “amigos”, y se viró para darles la mano. Le bajé el brazo y le dije: “Son amigos de la Seguridad del Estado que me vienen a arrestar”. Su cara fue de sorpresa total. ¿Pero, por qué? Los esbirros trataron de ser amables en un lugar donde aún quedaban personas dando vueltas por el mercado. “Solamente queremos llevarla para una entrevista”, dijeron sonrientes y cínicos. Le dije a mi padre: “No te preocupes, viejo, esta entrevista será por varios años, tu sabes que son unos mentirosos”.
Los puse en una posición tan incómoda que no sabían cómo irse. Mi padre cogió mi bicicleta, le di un beso de despedida y le dije: “No le digas nada a mami por el momento. Espera a ver qué sucede con esto”. Siempre la esperanza de volver se mantiene dentro de uno. Pensé que podía ser un arresto como otros tantos que me habían hecho. Pensé en un mugriento calabozo de una unidad policial o, quizás, nuevamente Villa Marista en condiciones totalmente tapiada. Pero esta vez no fue así. Ahora me esperaba la cárcel.
Los agentes salieron del agromercado por la Calzada de Palatino hacia la del Cerro. Atravesaron una calle y me condujeron a un lugar que desconocía. Según supe, era una oficina del Departamento Técnico de Investigaciones (DTI). Me sentaron en una butaca y me dijeron que debía esperar que agentes de la Seguridad del Estado del municipio 10 de Octubre (donde yo pertenecía), me vinieran a recoger. Allí estuve apenas una hora y media. Llegaron otros dos esbirros en una moto con “sidecar” e inmediatamente me trasladaron, en condición de detenida, a la Décima Unidad de la Policía Nacional Revolucionaria (PNR), ubicada en las cercanías de la Calzada de 10 de Octubre, en la Víbora.
Al llegar a la unidad policial me bajaron a los calabozos (que ya conocía, por cierto), y me encerraron en uno donde se encontraba una muchacha de la raza negra muy joven. Ella me contaba que había cumplido condena en la prisión de Manto Negro en condición de menor y que posiblemente volvería a la cárcel en esos días. Yo escogí la litera frente a ella (eran solamente dos literas) y me senté en la parte de arriba. De ahí se escuchaba algo el ruido de la calle. Los calabozos están como en un sótano y la única ventana, por así llamarla, es un cuadrado con unas rendijas que no te permite ver hacia fuera, pero entra algún oxígeno, ruido y todo el polvo que pueda recogerse de la calle, ya que está a la altura de la misma. Se hizo de noche. Me llevaron una bandeja que no le cabía más costras de churre con algo que parecía una sopa sin nada y algo de arroz. Les dije a los policías del calabozo que yo no tenía intenciones de comer y que estaría en huelga de hambre hasta que me sacaran de allí. Le di una patada a la bandeja y la saqué por debajo de la puerta.
Una vez más sentía el peso del encierro. El castigo ya no es con una misma, es con la familia también. Suponía a mis padres en esos momentos averiguando por mí. Y así mismo era. Estaban tratando de saber a dónde me tenían. Los peloteaban de un lado al otro, porque eso se llama: castigar también a los que te quieren, a la familia, a todos.
Pasé la noche pensando qué iba a pasar. Sin poderme bañar, ni siquiera lavarme los brazos llenos de tierra colorada, me acosté encima de una litera que tenía por colchón un tablón de cartón, de esos que sueltan pedacitos de astillas. Apenas podía acomodarme, era como dormir en el suelo. Mis huesos no encontraban la forma de adaptarse, teniendo en cuenta mis pocas libras de peso. Escuchaba voces desde afuera. Eran policías que se sentaban a conversar en la entrada de la unidad policial. La noche se hizo tan larga como pudo. Y al fin llegó la mañana.
Trajeron algo que llamaban desayuno. Tampoco lo probé. Mi suciedad ya me molestaba bastante y estaba bien incómoda. A media mañana abrieron la reja y me sacaron del calabozo. Un policía me trasladó a una oficina adonde estaba un hombre de mediana estatura. Su pelo, corto y erizado me recordó a un personaje siniestro que hacía poco tiempo me había amenazado violentamente. Sus ojos echaban fuego de tanto odio. Vestía de civil, como la vez anterior.
“Te lo advertí, vas a llorar lágrimas de sangre”, me dijo con el orgullo propio de un Coronel de la Seguridad del Estado. “Te voy a destruir”. Su odio era tan grande que despertó el mío también. Nos enfrentamos fuertemente de palabras. Me decía, y yo le respondía con la misma violencia. Me dejé arrastrar por un resentimiento que todavía no puedo evitar. Dicen que odiar no es bueno. Me lo imagino. Eso debe ser cuando se odia sin razón.
El Coronel, del cual jamás pude saber su nombre, me deseó lo peor. Que me pudriría en la cárcel. Que haría todo lo posible por destruirme. Creo que los dos empezamos a gritar a la vez. Nadie se entendía. Apenas escuché a un oficial, también de la Seguridad del Estado, que le decía: “Coronel, júzguela por desacato”. A mi ya no me importaba ni el desacato, ni nada. Le dije que algún día tendrían que sentarse en el banquillo de los acusados. Cuando Cuba fuera libre, cuando ya ellos no fueran los esbirros del régimen. “Alguien pagará por todo lo que están haciendo con nosotros”, les dije.
Ambos nos decíamos cosas y nadie se entendía. Trataba de amedrentarme, pero era peor. Me dijo que donde tenía que ser guapa era en “Manto Negro”, la nefasta Prisión de Mujeres de Occidente. Y hacia allí era donde iba.
Me sacaron de allí para llevarme al Tribunal Provincial de Ciudad de La Habana. En la Sala de la Seguridad del Estado recogerían un documento que permitía mi entrada en la cárcel. Una legalidad aparente en un sistema donde la ley la impone un dictador. El Coronel dijo que en las condiciones en que me encontraba no podía ir directo al tribunal, que debería pasar a bañarme y cambiarme de ropa. Como si para ir a una prisión hicieran falta tantas delicadezas.
Me llevaron a casa de mi padre. Una moto con “sidecar” fue nuevamente el transporte utilizado. Dos jóvenes oficiales con nombres inventados eran mis nuevos custodios. Uno decía llamarse Sosa, y era el que se dedicaba a hostigar a los opositores de Santos Suárez, donde yo vivía. El Coronel en cuestión era el jefe de la Seguridad del Estado del municipio 10 de Octubre.
Me llevaron al Cerro. Mi padre estaba trabajando. Mi madre andaba buscándome por toda la Habana. No le habían informado dónde me encontraba. Me bañé y cambié de ropa, ya que en ocasiones me quedaba en su casa y tenía siempre alguna ropa limpia en la casa. Al terminar, ya cuando casi nos íbamos, le dije a mi cuñada que les informara a mis padres que me llevaban a la cárcel de “Manto Negro”.
Apenas unos pasos hacia la puerta, entró mi madre. Cuando vio a los esbirros dentro de la sala empezó a gritarles lo que eran. Se pusieron tan nerviosos que le decían: “No se preocupe, ya nos vamos. Ya nos vamos”. ¡Son tan cobardes!
Los vecinos empezaron a asomarse a ver qué sucedía. Mi mamá les gritaba que eran unos asesinos y unos sicarios. Les decía tantas cosas que ellos no sabían qué hacer. Cualquiera puede comprender lo que se siente al ver irse a una hija a la prisión injustamente. La cuadra casi se llenó de curiosos, y eso es algo que les preocupa mucho a los agentes de la “Gestapo” cubana. Perturbados y apurados salieron casi corriendo por el pasillo hasta la calle y se montaron en la moto para irse con precipitación del lugar.
Apenas miré hacia atrás. El cuadro que dejaba era demasiado duro. Me iba preocupada por la salud de mi madre. En las condiciones en que estaba podía subirle la presión o cualquier otra situación aún peor. La moto llegó al Tribunal Provincial. Los dos agentes se bajaron y me dijeron que esperara allí. No sé si fue intencional para que yo tratara de evadirme. Me quedé sola, sentada en el “sidecar” de la moto, pensando qué podía hacer. No voy a negar que pensara en escapar, salir corriendo, pero, ¿para dónde? ¿Dónde podía ir que no me capturaran en poco tiempo? En una isla como es Cuba, ¿cómo saldría de allí?
El día estaba nublado. Cuando llegaron los agentes, arrancaron la moto y partieron hacia la Carretera del Guatao, lugar donde se encontraba la Prisión de Mujeres de Occidente. Nadie le llama así, el sobrenombre puesto por las presas del lugar cuando lo inauguraron es el más idóneo: “Manto Negro”, es como si te cubrieras de sombras oscuras que no te permiten ver más allá de tu propio espacio. Es como vivir en las tinieblas de un mundo peligroso y brutal sin saber cómo defenderte. Es como entrar al infierno, cerrar la puerta y botar la llave.
Comenzó a llover. Llovía fuerte y yo me tapé con el nylon que tapaba el “sidecar”. Los oficiales de la Seguridad del Estado se empaparon. Chorreaban agua y sus pistolas eran visibles al mojarse sus camisas. Realmente no sentí pena por ellos. Dos hombres que hacían uso de su fuerza represiva llevaban a una mujer indefensa a un lugar espantoso, simplemente, por expresarse. No podía sentir pena porque se mojaran.
Llegamos a la cárcel y nos bajamos en un lugar que le llaman el Oficial de Guardia. Allí controlan las entradas y salidas de todas las presas. Me dejaron sentada en un lobby, pero al poco rato regresaron para decirme que debíamos volver al Tribunal Provincial. ¡No lo podía creer! Son inútiles hasta para reprimir.
De nuevo, el mismo camino hacia atrás. Llegamos al tribunal y recogieron otro papel, para volver de nuevo a la cárcel. Ya estaba cansada y molesta. Ellos también. Me dijo el que se hacía llamar Sosa: “Ni en la cárcel te quieren”. Le respondí: “Será porque saben que es injusto lo que están haciendo”.
Ya a la vuelta sí me entraron a la cárcel. Un guardia me recogió y me llevaron a un lugar conocido como Guardarropía. Eran unas celdas pequeñas en una zona donde dejaban a las presas que entraban nuevas, una especie de depósito. Me introdujeron en una y al rato me llevaron una bandeja mugrienta con algo que llamaban comida. Allí estuve apenas una o dos horas.
Una guardia vestida de ropa de campaña verde olivo me fue a buscar. Mi condena era tres años de Correccional con Internamiento. Una condena a trabajo forzado en una especie de campamento ubicado al lado del penal. Hacia allí me llevaron. Apenas podía creer que estaba entrando a una prisión de mujeres. Comenzaba a poner los pies en la tierra, porque hasta el momento estaba viviendo como en una especie de nube, algo que no me permitía entender qué estaba pasando. Me imagino que eso te protege emocionalmente para evitar lo peor.
Empecé a darme cuenta que la realidad era cruel. Comencé a sentir la incomunicación. Ahora empezaba a vivir algo que no cabía en mi mente, pero que era real. Mi vida cambiaba drásticamente y mi futuro era incierto. Mis largos recorridos en bicicleta por La Habana, mis denuncias al mundo de las violaciones a los derechos humanos, mi familia, mis hermanos de lucha, mi cama, mis libros, mis amigos, mi barrio y mis vecinos, quedaban atrás. Ahora me sumaba como una prisionera política más. La lucha empezaba en otro terreno.
Todo sucedió en una tarde lluviosa. Apenas escampaba, volvía a arreciar el agua. Era como si augurara un futuro de llanto. Yo me encontraba en un agro mercado ubicado en las famosas esquinas de Calzada del Cerro y Palatino, en La Habana. Ayudaba a mi padre con sus quehaceres de la venta. De vez en vez, cuando mis obligaciones como opositora me lo permitían, iba a darle una mano. La tierra colorada de Güira de Melena estaba por todas partes en el lugar, incluyendo mi ropa, mis brazos y mis manos, pero al menos estábamos haciendo lo posible para sobrevivir, en un lugar, donde no es fácil llevar un plato de comida a la mesa.
Seguía lloviendo copiosamente. Aún así, la gente transitaba dentro de aquel mercado como hormiguitas buscando qué llevar en sus bolsas de nylon. El cubano que no cargue con una bolsita de nylon de la “shopping” no sabe lo que es ser cubano en la isla. Es más importante que llevar su identificación encima. De no llevarla, es como si andara sin brazos. En fin, es tener la posibilidad de cargar lo que consigas por cualquier lugar.
Se vendió todo el producto ese día. Las condiciones del tiempo, al parecer, ayudó a la venta. Aunque lloviendo de forma constante, la gente se lanzó a la calle a buscar lo que pudiera ser la comida del día. Al otro día, ya verían qué comer. En Cuba se vive así. A diario. A pedacito, como diría cualquier cubano acostumbrado a ironizar con una realidad tan triste como la que se vive en la isla.
Serían aproximadamente las seis de la tarde. Seguía lloviendo. Eran momentos difíciles, aunque nunca han dejado de serlo en un país, hasta donde respirar, es peligroso. Cada uno cogió su bicicleta china y comenzamos a abandonar el lugar. Apenas unos pasos del mostrador, sentí una voz que me llamaba por mi nombre. El tono y la intriga que utilizaron para hacerlo no me dejó dudas. Ya conocía de sobra la forma de actuar de los agentes represivos de un régimen que supo enseñarme la crueldad que tienen para los que se oponen a ellos. No hizo falta indagar quiénes eran. Dos hombres vestidos de civil avanzaban a mis espaldas tratando de enseñarme un carnet que los acreditaba como esbirros.
Apenas sin virarme levanté una mano y les dije: “Ni se molesten, sé quiénes son”. A mi padre, que iba apenas un metro y medio delante de mí, le dije: “Viejo, espérate que aquí hay unos amigos que me están esperando”. Mi padre no entendió toda la ironía que puse en la frase “amigos”, y se viró para darles la mano. Le bajé el brazo y le dije: “Son amigos de la Seguridad del Estado que me vienen a arrestar”. Su cara fue de sorpresa total. ¿Pero, por qué? Los esbirros trataron de ser amables en un lugar donde aún quedaban personas dando vueltas por el mercado. “Solamente queremos llevarla para una entrevista”, dijeron sonrientes y cínicos. Le dije a mi padre: “No te preocupes, viejo, esta entrevista será por varios años, tu sabes que son unos mentirosos”.
Los puse en una posición tan incómoda que no sabían cómo irse. Mi padre cogió mi bicicleta, le di un beso de despedida y le dije: “No le digas nada a mami por el momento. Espera a ver qué sucede con esto”. Siempre la esperanza de volver se mantiene dentro de uno. Pensé que podía ser un arresto como otros tantos que me habían hecho. Pensé en un mugriento calabozo de una unidad policial o, quizás, nuevamente Villa Marista en condiciones totalmente tapiada. Pero esta vez no fue así. Ahora me esperaba la cárcel.
Los agentes salieron del agromercado por la Calzada de Palatino hacia la del Cerro. Atravesaron una calle y me condujeron a un lugar que desconocía. Según supe, era una oficina del Departamento Técnico de Investigaciones (DTI). Me sentaron en una butaca y me dijeron que debía esperar que agentes de la Seguridad del Estado del municipio 10 de Octubre (donde yo pertenecía), me vinieran a recoger. Allí estuve apenas una hora y media. Llegaron otros dos esbirros en una moto con “sidecar” e inmediatamente me trasladaron, en condición de detenida, a la Décima Unidad de la Policía Nacional Revolucionaria (PNR), ubicada en las cercanías de la Calzada de 10 de Octubre, en la Víbora.
Al llegar a la unidad policial me bajaron a los calabozos (que ya conocía, por cierto), y me encerraron en uno donde se encontraba una muchacha de la raza negra muy joven. Ella me contaba que había cumplido condena en la prisión de Manto Negro en condición de menor y que posiblemente volvería a la cárcel en esos días. Yo escogí la litera frente a ella (eran solamente dos literas) y me senté en la parte de arriba. De ahí se escuchaba algo el ruido de la calle. Los calabozos están como en un sótano y la única ventana, por así llamarla, es un cuadrado con unas rendijas que no te permite ver hacia fuera, pero entra algún oxígeno, ruido y todo el polvo que pueda recogerse de la calle, ya que está a la altura de la misma. Se hizo de noche. Me llevaron una bandeja que no le cabía más costras de churre con algo que parecía una sopa sin nada y algo de arroz. Les dije a los policías del calabozo que yo no tenía intenciones de comer y que estaría en huelga de hambre hasta que me sacaran de allí. Le di una patada a la bandeja y la saqué por debajo de la puerta.
Una vez más sentía el peso del encierro. El castigo ya no es con una misma, es con la familia también. Suponía a mis padres en esos momentos averiguando por mí. Y así mismo era. Estaban tratando de saber a dónde me tenían. Los peloteaban de un lado al otro, porque eso se llama: castigar también a los que te quieren, a la familia, a todos.
Pasé la noche pensando qué iba a pasar. Sin poderme bañar, ni siquiera lavarme los brazos llenos de tierra colorada, me acosté encima de una litera que tenía por colchón un tablón de cartón, de esos que sueltan pedacitos de astillas. Apenas podía acomodarme, era como dormir en el suelo. Mis huesos no encontraban la forma de adaptarse, teniendo en cuenta mis pocas libras de peso. Escuchaba voces desde afuera. Eran policías que se sentaban a conversar en la entrada de la unidad policial. La noche se hizo tan larga como pudo. Y al fin llegó la mañana.
Trajeron algo que llamaban desayuno. Tampoco lo probé. Mi suciedad ya me molestaba bastante y estaba bien incómoda. A media mañana abrieron la reja y me sacaron del calabozo. Un policía me trasladó a una oficina adonde estaba un hombre de mediana estatura. Su pelo, corto y erizado me recordó a un personaje siniestro que hacía poco tiempo me había amenazado violentamente. Sus ojos echaban fuego de tanto odio. Vestía de civil, como la vez anterior.
“Te lo advertí, vas a llorar lágrimas de sangre”, me dijo con el orgullo propio de un Coronel de la Seguridad del Estado. “Te voy a destruir”. Su odio era tan grande que despertó el mío también. Nos enfrentamos fuertemente de palabras. Me decía, y yo le respondía con la misma violencia. Me dejé arrastrar por un resentimiento que todavía no puedo evitar. Dicen que odiar no es bueno. Me lo imagino. Eso debe ser cuando se odia sin razón.
El Coronel, del cual jamás pude saber su nombre, me deseó lo peor. Que me pudriría en la cárcel. Que haría todo lo posible por destruirme. Creo que los dos empezamos a gritar a la vez. Nadie se entendía. Apenas escuché a un oficial, también de la Seguridad del Estado, que le decía: “Coronel, júzguela por desacato”. A mi ya no me importaba ni el desacato, ni nada. Le dije que algún día tendrían que sentarse en el banquillo de los acusados. Cuando Cuba fuera libre, cuando ya ellos no fueran los esbirros del régimen. “Alguien pagará por todo lo que están haciendo con nosotros”, les dije.
Ambos nos decíamos cosas y nadie se entendía. Trataba de amedrentarme, pero era peor. Me dijo que donde tenía que ser guapa era en “Manto Negro”, la nefasta Prisión de Mujeres de Occidente. Y hacia allí era donde iba.
Me sacaron de allí para llevarme al Tribunal Provincial de Ciudad de La Habana. En la Sala de la Seguridad del Estado recogerían un documento que permitía mi entrada en la cárcel. Una legalidad aparente en un sistema donde la ley la impone un dictador. El Coronel dijo que en las condiciones en que me encontraba no podía ir directo al tribunal, que debería pasar a bañarme y cambiarme de ropa. Como si para ir a una prisión hicieran falta tantas delicadezas.
Me llevaron a casa de mi padre. Una moto con “sidecar” fue nuevamente el transporte utilizado. Dos jóvenes oficiales con nombres inventados eran mis nuevos custodios. Uno decía llamarse Sosa, y era el que se dedicaba a hostigar a los opositores de Santos Suárez, donde yo vivía. El Coronel en cuestión era el jefe de la Seguridad del Estado del municipio 10 de Octubre.
Me llevaron al Cerro. Mi padre estaba trabajando. Mi madre andaba buscándome por toda la Habana. No le habían informado dónde me encontraba. Me bañé y cambié de ropa, ya que en ocasiones me quedaba en su casa y tenía siempre alguna ropa limpia en la casa. Al terminar, ya cuando casi nos íbamos, le dije a mi cuñada que les informara a mis padres que me llevaban a la cárcel de “Manto Negro”.
Apenas unos pasos hacia la puerta, entró mi madre. Cuando vio a los esbirros dentro de la sala empezó a gritarles lo que eran. Se pusieron tan nerviosos que le decían: “No se preocupe, ya nos vamos. Ya nos vamos”. ¡Son tan cobardes!
Los vecinos empezaron a asomarse a ver qué sucedía. Mi mamá les gritaba que eran unos asesinos y unos sicarios. Les decía tantas cosas que ellos no sabían qué hacer. Cualquiera puede comprender lo que se siente al ver irse a una hija a la prisión injustamente. La cuadra casi se llenó de curiosos, y eso es algo que les preocupa mucho a los agentes de la “Gestapo” cubana. Perturbados y apurados salieron casi corriendo por el pasillo hasta la calle y se montaron en la moto para irse con precipitación del lugar.
Apenas miré hacia atrás. El cuadro que dejaba era demasiado duro. Me iba preocupada por la salud de mi madre. En las condiciones en que estaba podía subirle la presión o cualquier otra situación aún peor. La moto llegó al Tribunal Provincial. Los dos agentes se bajaron y me dijeron que esperara allí. No sé si fue intencional para que yo tratara de evadirme. Me quedé sola, sentada en el “sidecar” de la moto, pensando qué podía hacer. No voy a negar que pensara en escapar, salir corriendo, pero, ¿para dónde? ¿Dónde podía ir que no me capturaran en poco tiempo? En una isla como es Cuba, ¿cómo saldría de allí?
El día estaba nublado. Cuando llegaron los agentes, arrancaron la moto y partieron hacia la Carretera del Guatao, lugar donde se encontraba la Prisión de Mujeres de Occidente. Nadie le llama así, el sobrenombre puesto por las presas del lugar cuando lo inauguraron es el más idóneo: “Manto Negro”, es como si te cubrieras de sombras oscuras que no te permiten ver más allá de tu propio espacio. Es como vivir en las tinieblas de un mundo peligroso y brutal sin saber cómo defenderte. Es como entrar al infierno, cerrar la puerta y botar la llave.
Comenzó a llover. Llovía fuerte y yo me tapé con el nylon que tapaba el “sidecar”. Los oficiales de la Seguridad del Estado se empaparon. Chorreaban agua y sus pistolas eran visibles al mojarse sus camisas. Realmente no sentí pena por ellos. Dos hombres que hacían uso de su fuerza represiva llevaban a una mujer indefensa a un lugar espantoso, simplemente, por expresarse. No podía sentir pena porque se mojaran.
Llegamos a la cárcel y nos bajamos en un lugar que le llaman el Oficial de Guardia. Allí controlan las entradas y salidas de todas las presas. Me dejaron sentada en un lobby, pero al poco rato regresaron para decirme que debíamos volver al Tribunal Provincial. ¡No lo podía creer! Son inútiles hasta para reprimir.
De nuevo, el mismo camino hacia atrás. Llegamos al tribunal y recogieron otro papel, para volver de nuevo a la cárcel. Ya estaba cansada y molesta. Ellos también. Me dijo el que se hacía llamar Sosa: “Ni en la cárcel te quieren”. Le respondí: “Será porque saben que es injusto lo que están haciendo”.
Ya a la vuelta sí me entraron a la cárcel. Un guardia me recogió y me llevaron a un lugar conocido como Guardarropía. Eran unas celdas pequeñas en una zona donde dejaban a las presas que entraban nuevas, una especie de depósito. Me introdujeron en una y al rato me llevaron una bandeja mugrienta con algo que llamaban comida. Allí estuve apenas una o dos horas.
Una guardia vestida de ropa de campaña verde olivo me fue a buscar. Mi condena era tres años de Correccional con Internamiento. Una condena a trabajo forzado en una especie de campamento ubicado al lado del penal. Hacia allí me llevaron. Apenas podía creer que estaba entrando a una prisión de mujeres. Comenzaba a poner los pies en la tierra, porque hasta el momento estaba viviendo como en una especie de nube, algo que no me permitía entender qué estaba pasando. Me imagino que eso te protege emocionalmente para evitar lo peor.
Empecé a darme cuenta que la realidad era cruel. Comencé a sentir la incomunicación. Ahora empezaba a vivir algo que no cabía en mi mente, pero que era real. Mi vida cambiaba drásticamente y mi futuro era incierto. Mis largos recorridos en bicicleta por La Habana, mis denuncias al mundo de las violaciones a los derechos humanos, mi familia, mis hermanos de lucha, mi cama, mis libros, mis amigos, mi barrio y mis vecinos, quedaban atrás. Ahora me sumaba como una prisionera política más. La lucha empezaba en otro terreno.
2 comentarios:
Este post es una vivencia con tremenda fuerza, cuando te meten en la cárcel esos primeros momentos no son fáciles de asimilar, en los primeros días extrañas hasta el gato de tu vecina, yo cuando empezaba a caer la noche me deprimía mucho.
Esto no se olvida nunca, un día tendrá que hacerse justicia y seguro estoy que todos estos despojos humanos no afrontaran con valentía sus crímenes.
Saludos Iliana.
Así mismo es. Un día tendrán que sentarse en el banquillo de los acusados todos esos esbirros. Nunca conocí el nombre de ese coronel, pero su cara jamás la he olvidado, ¡y mira que soy mala fisonomista!
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