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"ARTE SOY ENTRE LAS ARTES. Y EN LOS MONTES, MONTE SOY"
JOSE MARTI.

viernes, 26 de junio de 2009

EL LOCO - (CUENTO)


Por: Iliana Curra

Nadie sabía a ciencia cierta qué le pasaba. Decían que de tanto mirar al horizonte había perdido su mente. Se pasaba horas y horas sentado en el muro del malecón, con sus zapatos desgastados hasta más no poder, su pantalón desteñido y su pulóver viejo y arrugado por el tiempo.

No hablaba con nadie, salvo con algunos niños del barrio que con curiosidad se le acercaban para saber qué era lo que miraba con tanta insistencia. Era entonces cuando parecía iluminarse. Mostraba una mueca por sonrisa, pues había perdido la capacidad de reír cuando perdió la ilusión, hace ya algunos años.

A Miguel, “el loco”, nada le importaba. Solo esperaba y esperaba. Sus ojos, gastados y perdidos, miraban sin ver. Estaba convencido de que, algún día lo volvería a ver. No sabía cómo, ni cuándo, pero lo volvería a ver.

La tarde caía sobre La Habana. En el cielo había nubes que semejaban figuras. Recordaba cuando era niño y le gustaba mirarlas para compararlas con objetos y animales. Eran como enormes motas de algodón que algún artista había colocado en el cielo. El sol se esforzaba por quedarse, pero su turno terminaba y no le quedaba más remedio que partir. Lo hacía a regañadientes. Como si quisiera permanecer por siempre dándole luz a quienes desde la oscuridad de su mente dejaron su felicidad en algún rincón de la casa. Quizás la tiraron al mar un día cualquiera.

Miguel se levantó lentamente, como si le pesaran los años y la amargura. Caminaba cabizbajo. Tenía hambre. Apenas un pequeño trozo de pan duro que le había regalado alguien en la mañana era todo lo que había comido en el día. Pero su dolor era más fuerte que el hambre.

Recordaba a su único hijo. El mismo que partiera una noche buscando la libertad que nunca había conocido desde que llegara a este mundo. Nació aprisionado en un sistema que nunca aceptó. Siempre fue rebelde, y esa rebeldía le trajo muchos problemas.

¡Su querido hijo! Ese que tan feliz lo hizo cuando nació. Sus primeros balbuceos fueron para llamarlo a él. ¡Cómo olvidarlo! Sus pies hinchados hacían más difícil su andar. El sol comenzaba a ponerse. Un espectáculo inigualable se ampliaba en todo aquel malecón, donde las olas chocaban en sus antiguos muros que por años se han mantenido desafiando el tiempo y la naturaleza. Miguel echó una última mirada al mar. Allá, donde se juntaba con el cielo, un grito desgarrador llegaba a sus oídos. Nadie más podía escucharlo. Solo él.

Los niños correteaban a su alrededor llamándolo para hacerle preguntas. A Miguel le gustaba verlos. Era como si regresara al pasado y viera a su niño (porque siempre sería su niño) andar a su lado, riendo con esa alegría que tanta vida le daba. Y hablaba con ellos. Era escueto en su hablar, pero lo que más disfrutaba era escucharlos. Eran sus únicos amigos. Quienes le hacían olvidar, al menos por unos instantes, que estaba solo. Que él, su vida, ya no estaba a su lado.

Y siguió andando por las apretadas calles que lo llevarían a su humilde hogar. Un cuartucho carente de condiciones donde se encontraba con su soledad. Aunque, realmente, siempre se sentía solo.

Estaba cansado. El tiempo, ese que nos enseña a entender por qué suceden las cosas, estaba pasando irremediablemente. Nadie podía concebir su tristeza. ¿O quizás sí? En su dolor también había egoísmo, pues sabía que había muchos casos como el suyo. Pero este era su dolor. El que le partía literalmente el corazón en dos pedazos. Era suyo, y como tal, era a él quien sentía que el sufrimiento lo consumía. Era como una vela que lentamente se apagaba.

Quizás algún día lo volvería a ver. Cabía la remota posibilidad de que estuviera en un cayo por ahí. Quizás había perdido la memoria y no recordaba nada. Trataba de mantener la esperanza viva. Luego, en el silencio de su soledad se derrumbaba. Lloraba como un niño, y era entonces cuando pedía la muerte.

Y la muerte llegó. Tocó a su puerta cuando más lo necesitaba. Solo ella era capaz de reunirlo con su hijo. Ese que un día se fue buscando libertad, pero no la encontró en la tierra. La halló mucho más allá de las fronteras de lo real. En el infinito.

Y Miguel dejó atrás su demencia. Halló, quizás, la cordura. Allá, donde muchos temen ir. Encontró, posiblemente, la vida. Esa misma que había perdido al desaparecer su hijo. Pero sobre todo, se reunió con él.

Se fue tranquilo, sonriendo. Atravesó ese túnel de luz para llegar al otro lado de la existencia. Donde la paz prevalece por encima de las doctrinas y los atropellos perpetuos. Donde el alma se funde con la quietud permanente.

Ya no era Miguel “el loco”. Dejó de serlo desde el mismo momento en que se encontró con su hijo. La vida que había dejado atrás, era cosa del pasado.

2 comentarios:

aserecubano dijo...

Coño un diez para tu cuento Iliana, me a tocado fuerte.

Iliana Curra dijo...

Gracias. Me a;egro te haya gustado.
Saludos,
Iliana Curra