Por: Iliana Curra
Una amiga me ha enviado un e-mail que me ha hecho escribir esto. Ella fue visitada por la señora Nostalgia, y de su mano recorrió La Habana, se detuvo frente a su casa, probó el “café con leche más sabroso del mundo” que su madre le preparaba. Dio una vuelta por el barrio, se sentó en el parque de la esquina de su casa, fue al cine a ver la cartelera, quedando pendiente ir a ver la película de Sarita Montiel que anunciaba. Tomó el tranvía y fue a La Rampa, pasó por el malecón y se sentó en su muro, fue de compras por las tiendas de La Habana, luego fue a Tropicana y después al Mandarín para tomarse una sopa china, terminando su sueño al sonar el despertador que anunciaba un nuevo día en Miami. Tenía que ir a trabajar.
Mi amiga le da las gracias a la señora Nostalgia porque la llevó a su bello pasado en una Habana esplendorosa que nunca he podido comprender por qué se empeñaron tanto en destruirla. Fue la que luego me tocó vivir a mí, a mi generación y a las que la han seguido. Al menos yo, no siento nostalgia.
No puedo sentir nostalgia por los derrumbes, ni siquiera por el café con leche, pues la leche tenía que comprarla en bolsa negra para tomarla. No conocí el tranvía, me tocó un horroroso sistema de transporte donde tenías que viajar como pudiera, si es que lograba alcanzar una guagua. Luego tuve que darle a los pedales de una bicicleta china que casi acaba conmigo. Ir de compras a una tienda habanera era un sueño irrealizable, a no ser que tuvieras dólares del imperio para comprar lo más necesario para la casa. Ni soñar con Tropicana, ni el Mandarín, ni ningún otro restaurante porque todos eran para los turistas. La única nostalgia que compartiría con mi amiga es el malecón habanero y, cuando me sentaba en su muro, miraba al norte soñando ser libre, porque mis sueños dentro de Cuba murieron en una mugrienta celda de castigo en un destacamento aislado donde encerraban a presas infectadas de SIDA.
No puedo sentir nostalgia por una repulsiva pañoleta de pionero comunista, ni por discursos explosivos y llenos de odio de alguien que llamaban líder. No puedo recordar con nostalgia una infancia carente de juguetes, ni de una juventud desprovista de libertad para expresarse. Tampoco se tiene nostalgia por la represión, ni por absurdos interrogatorios. Mucho menos por las cárceles.
No pudiera recordar nostálgicamente a los esbirros de la Seguridad del Estado que me seguían constantemente, ni a los oficiales de ese mismo Ministerio del Interior que me decían: “vas a llorar lágrimas de sangre” o “te voy a desaparecer de La Habana”. No puede haber melancolía cuando recuerdas el sufrimiento de tu familia al tener que viajar cientos de kilómetros para verte detrás de unas rejas. Saber que los tuyos sufren más que tu misma porque nada se puede hacer para aliviar el dolor.
No siento nostalgia ni siquiera por el olor de La Habana, muchas veces contaminada con la pudrición de toneladas de basura que infectaban sus calles y aceras. Sus paredes despintadas y con manchas de humedad. Su gente vacía por dentro por falta de expectativas y sueños. Sus niños pioneros queriendo ser como el Ché, sin saber ni quién era este asesino.
No, es cierto. No siento nostalgia y me duele. Me duele tener que recordar lo peor, porque no hubo nada mejor que me provoque nostalgia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario